Acercándose Jesús a Jericó, un ciego estaba sentado junto al camino mendigando; y al oír a la multitud que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús nazareno. Entonces dio voces, diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! Y los que iban delante le reprendían para que callase; pero él clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí! Jesús entonces, deteniéndose, mandó traerle a su presencia; y cuando llegó, le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él dijo: Señor, que reciba la vista. Jesús le dijo: Recíbela, tu fe te ha salvado. Y luego vio, y le seguía, glorificando a Dios; y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios” (S. Lucas 18:35-43).
El hecho de que el ciego de Jericó, a quien San Marcos llama Bartimeo (S. Marcos 10:46), se encontrara junto al camino mendigando denota su precaria situación social y económica. Podemos imaginar que la familia del ciego lo había abandonado a su suerte, y que él debía buscar su propio sustento. A causa de su impedimento físico, no tenía otra opción que mendigar. Pero aunque tenía muchas limitaciones, había cinco cosas que el ciego podía hacer: oír, caminar, hablar, pedir, ¡y creer!
Cuando oyó que el Profeta y Médico de Israel andaba en Jericó, su rostro se iluminó, su corazón se aceleró, sus oídos se aguzaron y su vida se llenó de esperanza. Estaba ante su gran oportunidad, y no la dejaría pasar. Así como el náufrago se aferra a una tabla y grita pidiendo ayuda, se aferró con fe al único que podía restaurarle la vista, y gritó a voz en cuello: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” ¡Cuán maravilloso es lo que la fe puede hacer! El ciego reconoció a Jesús como el Mesías. Eso quería decir la expresión: “Hijo de David”.
Para los habitantes de la bulliciosa ciudad de Jericó, el ciego era un estorbo; en esa sociedad, que consideraba a los enfermos y lisiados como recipientes del juicio de Dios, su valía era ínfima. Pero cuando Jesús le dio la vista, demostró que para Dios todas las personas son valiosas. El “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores” (Isaías 53:3), se deleitaba en “habitar. . . con el quebrantado y humilde de espíritu” (Isaías 57:15).
Los evangelios registran la experiencia de fe del ciego como muestra de que Dios se preocupa por los enfermos y los marginados. Esto es lo que Jesús quiso decir cuando, al comienzo de su ministerio, leyó esta profecía mesiánica: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (S. Lucas 4:18). A causa de su amor universal, en la agenda de Cristo hay lugar no solo para el ciego de Jericó, sino para cada enfermo y marginado del mundo en todo tiempo y lugar.
El ciego de Jericó no tuvo temor de confesar públicamente a Jesús como el Mesías, el Hijo de David. Su corazón estaba en sintonía con el mensaje del Sermón del Monte: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (S. Mateo 5:3).
El autor es máster en Ministerio por la Universidad Andrews, y escribe desde la ciudad de Cartersville, Georgia.