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Rodolfo y Estela vivían humildemente con su hijito en una aldea de su país. Aunque siempre había alimento en su mesa, sentían que les faltaban muchas cosas para completar su felicidad. Se habían enterado de que algunos amigos y familiares que vivían en los Estados Unidos manejaban automóviles de último modelo, tenían refrigeradores y hasta casa propia. La ilusión de una oportunidad económica mejor los entusiasmaba, y decidieron aventurarse a cruzar la frontera.

Ambos tenían planes de trabajar con empeño y ahorrar dinero para realizar sus sueños. Para alivianar el proceso, dejaron al niño con los abuelitos, con la esperanza de que no pasara mucho tiempo hasta que pudieran volver a buscarlo.

Al principio tuvieron que vivir en un pequeño cuarto en casa de unos parientes. Rodolfo consiguió trabajo en un taller de mecánica y Estela comenzó a limpiar casas. Pronto se independizaron y alquilaron un departamento. Ambos sentían un gran vacío en su corazón, pues echaban mucho de menos la presencia del pequeño Julio. Los muebles y artefactos que los rodeaban no reemplazaban la presencia de su hijito. Llegó diciembre y con él los adornos y luces que anunciaban la celebración navideña. Veían juguetes por todos lados y pensaban en su hijo ausente. No podrían llenarlo de regalos ni estar con él en esa Navidad. Tendrían que sacrificarse hasta obtener la residencia y traerlo legalmente a vivir con ellos. Pensaban que sería asunto de pocos meses, pero éstos se tornaron en años. Pasaron diez Navidades hasta que por fin consiguieron la residencia y pudieron volver a su país a buscar a Julito. Para entonces ya tenían otros dos niños.

Ricardo y Estela habían añorado el momento de encontrarse con su amado hijo. Pero ahora, lo que veían era un adolescente que los miraba con expresión fría y desafiante. No demostró mucho entusiasmo ante la idea de abandonar a sus abuelos para ir a vivir a la tierra que le había “robado” a sus padres. Le resultaba difícil separarse también de sus amigos y del rancho donde se había criado, para vivir con sus padres y hermanos que le resultaban desconocidos. De todos modos, se vio obligado a plegarse a la voluntad de sus padres, y cuando ellos se despidieron de los abuelitos, el muchacho iba con ellos.

Los abuelos afirmaban que Julio era un buen muchacho que jamás les había dado problemas. Pero poco tiempo después de llegar a los Estados Unidos, el joven comenzó a demostrar lo contrario. Le hurtaba dinero a la madre, sacaba a escondidas las tarjetas de crédito del padre y compraba de todo, sin medida. Era desobediente, desordenado y violento con sus hermanos. No quiso seguir estudiando y comenzó a formar amistad con otros adolescentes pandilleros. Fue llenando su cuarto de aparatos electrónicos que compraba con el dinero que les robaba. Los padres no sabían qué hacer.

Tuve la oportunidad de entrevistarme con Estela que, muy afligida, buscaba ayuda para remediar esa situación tan difícil e incómoda. Hacía poco que habían comenzado a asistir a la iglesia adventista, y la familia que los había invitado le tomó mucho cariño a Julio. Podían captar intuitivamente el torbellino de emociones que se agitaba en el corazón del joven inmigrante. Lo invitaban a comer en casa de ellos y lo trataban como a un hijo. También le dieron trabajo en su negocio de limpiar albercas.

“Lo curioso es que Julio hace bien su trabajo. Es cumplidor, se porta bien con sus patrones, ¡y jamás les ha robado nada! No lo entiendo. Con nosotros es todo lo contrario. Nos irrita tanto que hemos probado muchas formas de castigarlo y hacerle ver su ingratitud, pero nada parece dar resultado...”, decía Estela entre sollozos.

El precio del “progreso” económico

Era evidente que Julio les guardaba rencor a sus padres, y en cierta forma estaba tratando de pagarles con la misma moneda el daño que ellos, sin proponérselo, le habían causado. Así como ellos, por buscar los bienes materiales, le habían robado una vida feliz en su compañía, ahora él los privaba de su cariño y les robaba dinero para adquirir objetos materiales y poner así a prueba ese amor que decían tenerle. Es imposible que un niño de cinco años comprenda el materialismo de algunos padres que privan a sus hijos de cariño por ir en busca del “progreso” económico. Lo único que comprende es que de la noche a la mañana su papá y su mamá desaparecieron, y que no los puede ver más. Piensa que no lo quieren, y si bien es cierto que se adapta a la nueva situación, el abandono deja heridas en su corazón que se niegan a cicatrizar. Crece con una carencia emocional que guarda muy dentro de su ser. Por eso, no es de extrañarse que Julio declarara una rebelión abierta contra sus padres.

El Niño viajero

Hace muchos siglos salió del cielo, no un padre que dejara atrás a su hijo en el rancho, sino un Hijo que dejó atrás a su Padre en su reino. Jesucristo es el glorioso Inmigrante divino que vino a este mundo, no en busca de una vida mejor para sí mismo, sino de salvación eterna para todos nosotros. Y su amante Padre celestial no se opuso, sino que entregó a su Hijo en manos de una familia humana que lo criara y protegiera mientras se preparaba para llevar a cabo su misión redentora. No sólo eso, sino que le preparó un cuerpo humano para que llegara a ser como uno de nosotros para toda la eternidad.

Por eso, por este Viajero celestial distanciado de su Padre, es que celebramos la Navidad. No se trata de celebrar los bienes materiales, sino las riquezas del cielo que Cristo vino a poner a nuestro alcance en forma totalmente gratuita.

Pero, ¿habría solución para Rodolfo y Estela? ¿O estarían condenados a sufrir por el resto de su vida las persecuciones de su hijo Julio? Y ese hijo carente de amor, ¿habría de seguir viviendo víctima de ese infierno interior que lo consumía?

Navidad en el corazón

Por la gracia de Dios, hubo en el corazón de esa familia un encuentro con el Niño de Belén que trae buena voluntad y paz a todo el que se dispone a recibirlo. La afligida madre que hablaba conmigo, comprendió la necesidad de recibir el regalo más valioso de su vida, la presencia de Jesús en su corazón. Ella y su esposo se dedicaron a restituir lo robado, eliminando las críticas, los castigos y regaños, y reemplazando todo eso con el amor y la comprensión que Cristo colocó en sus corazones. Comenzaron así a reflejar el gran amor de aquel Inmigrante que abandonó su familia angelical y su hogar celestial, no en busca de lo material sino por rescatarnos de este mundo para llevarnos a la presencia de su Padre celestial y hacernos familia suya para siempre.

Entonces comenzaron a suceder cambios milagrosos. El muchacho resentido, lastimado y rebelde, comenzó a imitar la actitud positiva y benévola de su madre, y pronto las dificultades se tornaron en felicidad. Arrepentido, Julio decidió restituir lo que había estado robando. Decidió continuar sus estudios en una de las instituciones educativas de la iglesia. Allí, en su primer año se distinguió entre sus demás compañeros, no sólo por sus logros académicos, sino por su cortesía, bondad y compasión.

Cuando el Niño de la Navidad entró en el corazón del hijo enfermo por falta de amor, se cumplió una vez más el milagro de Belén. Dios con nosotros es el mejor regalo de Navidad, y nuestra única esperanza para salvación eterna.

¡Bendito sea el amor eterno de nuestro Padre celestial, de su Hijo, Jesucristo, y del Santo Espíritu divino! Que en tu corazón también nazca hoy el verdadero Regalo de Navidad, el Niño Inmigrante que te trae la vida eterna en el Reino de paz.


Ruth A. Collins es escritora y conferenciante de vasta experiencia, y vive en Thousand Oaks, California.

La Navidad y el Inmigrante

por Ruth A. Collins
  
Tomado de El Centinela®
de Diciembre 2006