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Cuando Dios liberó a Israel del yugo egipcio, en el monte Sinaí se comprometió a estar con ellos en un pacto de gracia. Un terrible acto de desobediencia en el Edén había privado al hombre de la presencia de Dios. Pero el Señor anhelaba estar con su pueblo y expiar sus pecados.

El Santuario y el Templo

En camino hacia la tierra prometida, Israel habitaba en carpas. Dios también quiso tener su carpa, y ordenó a Moisés: “Harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos” (éxodo 25:8).

En el atrio de esta carpa de Dios había un altar de bronce donde se sacrificaba animales limpios que morían por los pecadores, lo que representaba el futuro sacrificio expiatorio de Cristo. Había también un lavacro, figura de Cristo, quien da “el agua de vida” (S. Juan 4:14). En el Lugar Santo, doce panes sin levadura representaban a Cristo, “el pan de vida” (S. Juan 6:35); un candelero de oro con siete lámparas encendidas lo señalaba como “la luz del mundo” (S. Juan 8:12); y un altar de incienso recubierto de oro apuntaba a su intercesión (Hebreos 7:25).

Tras un velo, el Lugar Santísimo contenía una urna dorada con las tablas de los Diez Mandamientos; una porción del maná, el pan del cielo; y la vara del sumo sacerdote Aarón, que reverdeció y dio almendras. El arca tenía una cubierta de oro, el propiciatorio, y sobre ella dos querubines, ilustrando la reverencia que los seres celestiales profesan a Dios y a su ley.

Este mobiliario y sus ceremonias apuntaban hacia Jesús, el verdadero “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29) y que lleva al hombre directamente ante la presencia del Padre.

Siglos después, un Templo sustituyó al Santuario. Las palabras clave en relación con el Santuario y el Templo son: presencia y expiación.

Cristo

Pasó mucho tiempo. Un día, el Hijo de Dios encarnado expulsó de su Templo a unos comerciantes que lo profanaban. Ante el odio asesino de los sacerdotes que autorizaban tal sacrilegio, Jesús dijo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. . . [y] él hablaba del templo de su cuerpo” (S. Juan 2:19-21).

Jesús relacionaba el Santuario judío con él mismo. ¿Por qué? Porque la razón del Santuario y del Templo había llegado: Jesús. Su presencia era más importante que la del Santuario. Jesús era “Dios con nosotros” (S. Mateo 1:23).

Los sacerdotes que servían en el Templo habían perdido de vista el significado del servicio que realizaban. Habían dejado de mirar más allá del símbolo y olvidado su propósito original. Como los paganos, pensaban que la sangre derramada en el altar apaciguaba la ira de Dios.1 El sistema debía ser desechado, y el protagonista del Santuario, Cristo, debía manifestar su presencia definitiva.

“Puesto que toda la economía ritual simbolizaba a Cristo, no tenía valor sin él. Cuando los judíos sellaron su decisión de rechazar a Cristo entregándole a la muerte, rechazaron todo lo que daba significado al templo y sus ceremonias. Su carácter sagrado desapareció”.2 Al matar al Cordero de Dios, los judíos destruyeron virtualmente su templo. Cuando él murió, el velo interior del templo se rasgó en dos, indicando que el gran sacrificio final había sido realizado, pues ese velo representaba su cuerpo (S. Mateo 27:51; Hebreos 10:20). Ya no habría más separación; el acceso a la presencia del Padre fue directa a partir de ese momento. Los oficios del Santuario terrenal habían concluido. El Cristo ascendido a los cielos es ahora nuestro Sumo sacerdote en el Santuario celestial.

Así que tanto el Santuario terrenal como el Templo señalaban al Cristo Redentor, y cuando él llegó, terminó su función. Pero, aunque el Santuario terrenal concluyó, el Santuario del cielo abrió sus puertas para recibir a Cristo, el Sumo Sacerdote, ante el Padre. Cuando intercede por el pecador contrito, Cristo dice al Padre: “Este pecador suplicante merece la muerte, pero confiado en que di la vida por él, te pide el perdón de sus pecados. Acepta esta sangre que yo derramé como si fuera suya. Perdónalo”. La sangre de Cristo satisface la justicia de Dios. Y él lo perdona. No necesitamos sacerdotes humanos. ¿Por qué acudir a un sacerdote humano si Cristo es nuestro Sacerdote? “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).

Gracias a Cristo, el propósito de Dios de habitar otra vez con el hombre y en el hombre se ha logrado. El cristiano es también templo del Espíritu: ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). Entregue hoy su vida a Cristo, el templo divino, y llegue a ser también santuario de Dios.

El Santuario y la redención

Del interior hacia el exterior, el Santuario indica el recorrido de Dios para salvar al pecador: el trono celestial, la encarnación, el bautismo y la crucifixión.

Del exterior hacia el interior, el Santuario indica el recorrido del pecador para llegar a la presencia de Dios: la conversión, el bautismo, la santificación, el juicio, y la vida en gloria.

1. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 90.

2. Ibíd., p. 137.

El autor tiene una maestría en Teología. Escribe desde Orlando, Florida.

Templo viviente

por Robert Amaya
  
Tomado de El Centinela®
de Junio 2020