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Desde antes de la creación del mundo, el Padre y su Hijo decidieron redimir a la humanidad en caso de que cayera en los engaños de Satanás. Unieron sus manos en solemne compromiso de amor para que Jesús fuera nuestro Fiador. En la cruz, el Redentor derrotó al enemigo, cumpliendo fielmente todas las condiciones del maravilloso pacto de salvación. Las voces angelicales celebraron el triunfo del Salvador. El amor había vencido, lo perdido se había encontrado. El cielo entero tributó honra y gloria a Jesús, el Cordero cuya sangre pagó nuestra deuda fatal.

Las amplias puertas del cielo se abrieron para dar la bienvenida al Príncipe con aspecto humano que, triunfante y victorioso, volvía a su reino trayendo consigo los primeros frutos de su conquista.

El día de la ascensión, los discípulos se quedaron mirando hasta que su Maestro desapareció en las nubes. Cuando se disponían a regresar, vieron a dos “hombres” vestidos de blanco, que les dijeron: “¿Por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (Hechos 1:11).

Han pasado ya 2.000 años y nuestro Salvador todavía no regresa. Cuando yo era niña pensaba que no llegaría a ser adulta porque Jesús vendría pronto. ¿Por qué la espera nos parece interminable? “Para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:8, 9).

No debiera preocuparnos mucho la competencia por adivinar la fecha cuando de nuevo se abran las puertas del cielo para dar paso al Rey de gloria que regresará a buscarnos. Más bien debiéramos seguir velando y orando para que ese gran día no nos tome por sorpresa.

Si queremos hacer el viaje al cielo con nuestro Señor Jesús, debemos asegurarnos que su primera venida haya sido una realidad fructífera en nuestro corazón. Que el Niño perfecto y Varón inmaculado que vino a nacer en Belén esté presente cada día en nuestro reino interior para darnos luz, paciencia, esperanza y seguridad en esta promesa: “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. Mas el justo vivirá por fe” (Hebreos 10:37, 38). “Ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados” (1 Juan 2:28).

“El que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Juan 3:24).

La autora es consejera matrimonial y conferenciante internacional. Escribe desde Thousand Oaks, California.

Para ti mujer

por Columna regular
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2016