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Las nuevas tecnologías están creando nuevos dilemas morales. Las redes sociales en Internet facilitan como nunca antes la comunicación entre personas. Esta comunicación ocurre en un ambiente neutro y anónimo, donde se crean personajes ficticios y a veces la persona se proyecta de maneras atrevidas que nunca emplearía en una situación real. No solo el representante demócrata Anthony Weiner ha cometido deslices impensables en el mundo virtual, la nueva tecnología da oportunidad a los pedófilos, los pornógrafos, los adúlteros y a los adictos a los juegos de azar.

Pero el problema no está en Internet, sino en nuestras convicciones. Si nuestros valores responden a los mensajes actuales de los medios de comunicación, nos sería difícil condenar a nadie por nada, excepto los crímenes que afectan o perjudican a inocentes, o que violan abiertamente las leyes civiles. Según esta moralidad externa, está mal mentirle a un tribunal porque es un acto público y reglamentado por las leyes civiles, pero la traición a los votos matrimoniales es un asunto privado librado a las decisiones particulares.

En esencia, la posición “oficial” parece ser que cada persona tiene derecho a hacer lo que quiera con su vida. Esta posición relativista sirve para justificar casi cualquier conducta, porque cada individuo es su propia ley, no importa cuáles sean sus valores o sus deseos irreprimibles. Por otra parte, si esperamos que sean las leyes civiles o la opinión pública las que decidan nuestros valores morales, mentir, robar, deshonrar a nuestros padres, adulterar y hasta matar podrían ser aceptables según las circunstancias.

Una base de la moral

El caso es que no hay en estas fuentes una base firme para nuestra estructura moral. Necesitamos valores absolutos que rijan no solo nuestra conducta externa, sino que también sean parte de un cúmulo central de principios inviolables en nuestra mente. La mejor expresión de estos valores se encuentra en la Biblia: los Diez Mandamientos (ver Éxodo 20:3-17). En resumen dicen:

  • I. No tendrás dioses ajenos.
  • II. No te harás imágenes, no las honrarás ni les rendirás culto.
  • III. No tomarás el nombre de Dios en vano.
  • IV. Harás reposo en el santo día sábado.
  • V. Honra a tu padre y a tu madre.
  • VI. No matarás.
  • VII. No cometerás adulterio.
  • VIII. No hurtarás.
  • IX. No dirás falso testimonio contra tu prójimo.
  • X. No codiciarás.

El plan de Dios no es coartar o someter la voluntad humana. Tenemos libre albedrío. Desde Adán y Eva, gozamos de libertad inherente para escoger el bien o el mal, incluso para rechazar a Dios mismo. Pero la ley divina sirve para señalar cuál debiera ser la conducta del ser humano. En una era de amoralidad, de cada uno hacer lo que quiera, son la expresión de un eterno “eso no está bien”. En una época de rechazo a la autoridad, los Mandamientos nos indican que hay maneras correctas y también maneras erradas de vivir, que no todo queda librado a nuestra discreción.

Tenemos derecho a tomar el nombre de Dios en vano, pero eso no está bien.

Puede que tengamos libertad para adulterar, mentir, codiciar, escoger un aborto innecesario, pero ninguno de estos actos está bien.

No está bien actuar en forma egoísta hacia otros seres humanos. No está bien buscar únicamente nuestro bienestar sin pensar en los demás. No está bien utilizar la Internet para mentir, buscar aventuras o traicionar la confianza de los demás.

Los Mandamientos y la moralidad que exigen parecieran fuera de moda, pero su mensaje es extremadamente importante hoy día. Dios desea que sus preceptos no sean una letra de condenación o muerte para los seres humanos, sino un reflejo de su carácter. Esto hace que la verdadera observancia de la ley de Dios no se refiera únicamente a actos externos. Incluye nuestros pensamientos, deseos y emociones como el odio, los celos y la envidia. Jesús destacó esta dimensión interna y espiritual de la ley en el Sermón del Monte (S. Mateo 5:21-22, 27-28).

Pero hay un detalle muy importante en cuanto a vivir según esta ley moral de Dios: Su carácter divino y espiritual hace que la obediencia genuina sea posible únicamente dentro de una relación de fe y confianza con Dios. El cumplimiento de la ley se basa en el sentimiento indispensable del amor a Dios y al prójimo. Cuando amamos a Dios, “sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3), y la ley de Dios llega a ser una inspiración para el alma. “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! —declaró el salmista—. Todo el día es ella mi meditación… He amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro” (Salmo 119:97, 127).

Y si hemos vivido inmoralmente; si hemos cometido errores de pensamiento y conducta, Dios nos invita a aceptar la culpa sin escondernos, sin mentir para ocultar nuestro error y con un corazón arrepentido. “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). El Nuevo Testamento repite la invitación: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9; ver también 1 Juan 2:1).


El autor es el director de EL CENTINELA.

El problema de la inmoralidad

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2011