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Era el tradicional desfile, tan lleno de color, de gente y alegría. Era el famoso “Desfile de las flores y las frutas”. No me refiero al gran “Desfile de las rosas” de cada Año Nuevo en Pasadena, California, sino a uno que quizá solamente los ecuatorianos conocen. Este desfile atrae a mucha gente de todo el país y aun de los países vecinos, ya que sobresale por su belleza y colorido en todo Ecuador.

Este desfile se inició en 1949, después de un terremoto devastador, para celebrar y conmemorar otro año de bienestar, productividad y abundancia. Así, cada año se reconoce y celebra la bendición que hace posible la germinación y la cosecha de los frutos más deliciosos y las flores más bellas del país.

Cierta vez fui invitada a participar en el desfile. Mis padres estuvieron de acuerdo. Sobre un carro alegórico bellamente decorado representé a Isabel I de Castilla, la reina que concedió a Cristóbal Colón el permiso y los recursos para su viaje al Nuevo Mundo. Iba yo de pie, sonriendo y saludando al público, en un carro lleno de frutas y flores que semejaba la gran carabela del Almirante de la Mar Océano, la Santa María. Me sentía muy contenta. Representaba a un personaje muy célebre e iba en la carabela más grande. El traje que portaba era muy vistoso, pero también incómodo: ¡La tela era tan áspera y dura que provocaba un escozor terrible! Pero el clima jugaba a mi favor: no hacía calor, lo que atenuaba el efecto de la dura tela sobre mi piel.

Antes de comenzar el desfile vi que los reporteros entrevistaban a los participantes y me sentí nerviosa. No me habían dicho que eso podría ocurrir, y no me había preparado. Aunque extrovertida y jovial, aún era muy joven para hablar con periodistas de los medios nacionales. Ojalá pase inadvertida; que nadie me mire ni me pregunte a quién represento, pensaba. Pero no. Un joven, que portaba un micrófono y los audífonos de una importante estación de radio de la ciudad me preguntó precisamente lo que yo más temía: ¿Qué hacía yo allí? Yo siempre me había preguntado qué hacía una joven cristiana arriba de un carro alegórico que mucha gente consideraba pagano, pero sabía que Dios me daría las palabras precisas para responder a los cuestionamientos, y contesté sus preguntas.

él me dijo que el traje que portaba era muy interesante, diferente y hermoso. Por supuesto, yo pensé, si data de 1490. Ya nadie se viste así. Pero cuando preguntó respecto a lo que yo pensaba de la fiesta, contesté: “Creo que Dios bendice y cuida de sus hijos, y le da otra oportunidad a esta ciudad de agradecer por tal beneficio”.

El joven me miró extrañado y un tanto confundido, pues lo que más se veía en el lugar y lo que más se esperaba al concluir el desfile era un gran consumo de licor y música estridente que nada tenía que ver con Dios. Se sucedieron las preguntas y las respuestas, y al despedirse el joven me dijo:

—Que te diviertas.

—Que Dios te bendiga —respondí.

El joven frunció el ceño, hizo un gesto de disgusto y se fue, mientras yo pensaba: No debí haber dicho eso. Durante muchos años sentí vergüenza de haber mencionado a Dios en esas circunstancias.

 

Bendición compartida

Ahora me pregunto: ¿Cuándo debemos andar con Dios? ¿Nos da vergüenza hablar de él? Pero Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (S. Juan 14:6), y adonde vayamos debemos reconocerlo. él es el camino.

Nunca más vi a ese reportero, no sé quién es, pero ya no me arrepiento de haberle dicho, “Dios te bendiga”, a pesar de su mirada incrédula y burlona. He dicho esas palabras muchas veces, cada vez que me encuentro con personas que no conocen a Jesús, porque anhelo compartir la bendición que disfruto: la amistad de Cristo y sus ricas provisiones.

 

El mejor desfile

Por cierto, y acerca de desfiles, hay uno que está por comenzar, el más nutrido y el mejor. Se trata de otra cosecha: la cosecha de la vida. El Apocalipsis presenta a Jesús como el que viene a cosechar el fruto de la semilla del evangelio que él sembró con su Palabra y regó con su sangre. Será una gran cosecha; y habrá un gran desfile. Y entonces no representaré a Isabel de Castilla, la reina de España. Yo misma seré una princesa, y tú también. Si recibes a Cristo y aceptas su invitación a su reino, será princesa o príncipe. Entonces, coronados de victoria por la mano de Jesús, recorreremos las calles de oro de la Nueva Jerusalén. Y cuando los ángeles nos pregunten qué estamos haciendo ahí, les diremos que Jesús nos invitó, y también les diremos mis palabras de aquel día en Ecuador: “Dios te bendiga”.

La autora es profesora de Educación Preescolar. Escribe desde Columbus, Ohio.

“Dios te bendiga”

por Laura Romero
  
Tomado de El Centinela®
de Agosto 2016