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El cristianismo se realiza en un acto redentor, la crucifixión, porque el cristianismo es Cristo en la cruz.

Si después de realizar excelsos actos de filantropía, de pregonar verdades teológicas sublimes y de modelar elevados principios éticos, Jesús hubiera regresado al cielo, no habría sido más que un Dios trascendente que por un tiempo fue inmanente, pero que al fin nos dejó a merced de nuestros enemigos. No fue así. Jesús fue tan inmanente que se unió a nosotros aun en la muerte. No la merecía, pero quiso morir para vencer la muerte. Antes había vencido al diablo y al pecado. Su resurrección es la prueba de su victoria.

Aun así, a menos que lo recibamos en el corazón, Jesús no pasa de ser el gran Personaje histórico. Ahí es donde se produce el gran beneficio. No basta con que Cristo sea Salvador de la humanidad, es necesario que sea Salvador de mi alma.

Jesús nació en un establo, pero es necesario que nazca en nuestro corazón. Jesús resucitó, pero es necesario que resucite en nuestra alma. No basta con la salvación universal, es necesaria la salvación individual. Porque el pecado es un problema individual.

En nuestra condición caída, infectados de pecado y sujetos a la muerte, nuestra suerte es desesperada. Deberíamos estar preocupados por eso. Pero también hay motivos para la esperanza: El Hijo de Dios hecho Hombre venció al pecado, sometió al diablo y se impuso a la muerte. Ahora nos regala los beneficios de su sacrificio.

“La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Los pecadores teníamos que morir, pero Jesús, quien no tenía pecado, sufrió la condena que merecíamos. Ahora nos propone una transacción: que le demos nuestra vida corrupta a cambio de su vida perfecta.

¡Oh, cuánto nos ama Dios, que nos entregó a su Hijo en sacrificio! Recibamos a Jesús como Salvador y Rey del corazón. Y así como él vive pensando en nuestro beneficio, vivamos pensando en su gloria.

El autor es redactor de El Centinela.

Cristo en nosotros

por Alfredo Campechano
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2019