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Una amiga del famoso escritor y literato británico C. S. Lewis le preguntó en una ocasión cómo es que alguien tan inteligente como él podía creer en Dios. Lo que Lewis demostró con su perspicaz producción literaria es que sería extraño que una persona inteligente e informada se resignara a la incertidumbre de una vida sin Dios. Más y más científicos reconocen que la creación no solo es posible, sino que es la única conclusión a la que se puede llegar respecto a la vida en el universo.

El tema de los orígenes es fundamental, porque determina aspectos importantes de nuestra identidad. ¿Quién soy? ¿De dónde provengo? Tarde o temprano cada ser humano enfrenta estos interrogantes en su sentido más profundo, más allá de nuestro nombre y lugar de nacimiento. Algunos estudios científicos de la estructura genética humana sugieren que los genes originales surgieron en algún lugar del norte de África. Los creyentes sabemos que nuestro ADN proviene de un primer ser humano formado por las manos de Dios.

La simple revelación de nuestro origen constituye una promesa inicial de aceptación y pertenencia de parte de Dios. ¿Qué significa para nosotros hoy? Que partimos de un designio divino, que no somos producto de un giro caprichoso de la naturaleza.

En términos espirituales, nuestro origen divino abre una puerta de insospechadas riquezas. Somos criaturas de un Dios sabio y bondadoso. Somos la corona de la creación y sus mayordomos. La escala es sencilla: el Creador, la humanidad y la naturaleza. Por lo tanto, no adoramos la creación en ninguna de sus formas; ni siquiera a los ángeles, que últimamente se ha tornado en algo bastante popular.

La Biblia nos enseña algo más sobre nuestra naturaleza. No solo fuimos creados por Dios, sino que fuimos hechos a su imagen. “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:26, 27).

Haber sido hechos a la imagen de Dios no significa que podemos entender a Dios a partir de nuestro conocimiento de la humanidad. No sería válido hacer deducciones en esa dirección, pues siempre hay una distancia infinita entre el Creador y su creación. Pero a la misma vez, nuestra semejanza nos confiere un grado de dignidad que quizá no apreciamos enteramente. Somos “poco menor que los ángeles” (Salmo 8:5), llevamos en nosotros rasgos que muestran nuestra afinidad divina. Al igual que nuestros hijos se parecen a nosotros, ellos y nosotros nos parecemos a nuestro Padre celestial.

La imagen divina se divisa cada vez que actuamos por amor, cada vez que expresamos caridad, paciencia, generosidad. La imagen de Dios se encuentra en cada una de sus criaturas, por muy alejadas de él que éstas se encuentren. Ni el polvo de la indiferencia, ni los terribles obstáculos de las adicciones y las miserias humanas, pueden borrar enteramente esa imagen. ¿Cómo hacer para que nuevamente sea reconocible?

“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Corintios 3:18). Por medio de la contemplación de Dios a través de la oración y el estudio de las Escrituras, somos cambiados hasta que reflejemos nuevamente la imagen de Dios.

El libro de Génesis también nos dice que el hombre es un ser indivisible. “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Nótese que Dios transformó los elementos de la tierra en un ser viviente al soplar “aliento de vida” en la nariz de Adán. Dios formó al hombre de elementos orgánicos y luego lo “despertó”, como se enciende un televisor.

La ecuación bíblica es muy sencilla. El polvo de la tierra + el aliento de vida = un ser viviente o alma viviente. El hombre “fue” o llegó a ser un ser viviente. No hay nada en el relato de la creación que indique que el hombre recibió un alma, o que algún tipo de entidad separada se unió al cuerpo. Según la Biblia, el alma es la persona, no parte de la persona (ver Génesis 12:13; Levítico 11:43, 44; Josué 23:11; Salmo 3:2; Jeremías 37:9).

Las dos palabras para alma en el hebreo y el griego (nephesh y psuche) nunca se emplean para referirse a una parte del ser humano que puede vivir fuera del cuerpo, sino que se refieren a la persona completa, y a veces a algún aspecto particular del ser humano, como sus afectos, emociones y sentimientos. Por eso cuando Pablo les desea bendiciones a los tesalonicenses en su carta, les escribe: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5:23).

Si fuéramos a resumir el mensaje de la Biblia a su expresión más sencilla sería éste: Dios nos creó perfectos; nosotros nos apartamos de nuestro Creador, y Dios estableció un plan para restaurarnos a la condición edénica. Por medio de la segunda venida de Jesucristo, la humanidad y el planeta serán recibidos nuevamente en la presencia del Creador, para cumplir finalmente el propósito para el cual fuimos creados.


El autor es director de EL CENTINELA.

¿Qué somos y adónde vamos?

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Mayo 2012