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Un rayo de luz iluminó las tinieblas emocionales en que el Salvador moría. Uno de los malhechores crucificados a su lado lo reconoció como Rey y le pidió un lugar en su reino futuro.

El cuadro no podía ser más conmovedor ni más glorioso. Aun en la adversidad extrema, Jesús fue reconocido. Los demonios deben haber quedado pasmados. ¡Un pecador moribundo se aferraba del Salvador moribundo!

Los hombres y los demonios podían impedir que Jesús fuera liberado, podían impedirle que volviera al templo a predicar su evangelio, podían lacerar su espalda con flagelos, podían sujetarlo con clavos, pero no podían impedirle salvar.

Jesús llevó su identidad al Calvario. Por donde pasó, dejó la firma de Dios. El establo en que nació fue tornado en templo, el pesebre en que reposó se convirtió en altar. En su taller de artesano dignificó el trabajo de los pobres. La barca en que viajó y desde donde predicó fue su catedral. Y ahora, cambia el concepto de la cruz donde lo matan. Ya no será vista con espanto sino con reverencia. La convierte en púlpito desde donde dicta la cátedra más gloriosa, la del perdón. Desde esa cruz va a salvar a un pecador, y a todos los pecadores de la historia. Desde esa cruz vindica el nombre de su Padre. Acusado de tiranía, el Padre sufrió la calumnia, el golpe de estado, la guerra. Hoy, Jesús le dice al universo: mi Padre es justo, mi Padre es bueno. Mi Padre es capaz del supremo sacrificio: entregar a su Hijo para ser matado por aquellos que lo han ofendido. Sí, en esa cruz Cristo vuelve a firmar con la tinta de su sangre, la rúbrica de Dios: “Dios es amor” (1 Juan 4:8).

La contemplación

Al principio, el malhechor siguió al instinto de conservación de la vida y forcejeó con los soldados. Los insultó y maldijo a Roma. Todo fue inútil. El hombre fue sometido y crucificado. Pero cuando escuchó a su compaóero de fechorías cuestionar a Jesús y proponerle la fuga, se llenó de indignación y lo defendió. Dijo que por haber ofendido a la sociedad y haber derramado sangre, ellos merecían lo que estaban sufriendo, pero Jesús no. Recordó los mensajes de amor y los actos de piedad del Maestro. El Calvario no era lugar para él. Este Hombre no merecía una caóa ni una cruz. Merecía un cetro y un trono. No merecía insultos sino alabanzas. Merecía la gloria. Sí, Jesús era un Rey. Un Rey de amor, porque perdonaba a quienes lo mataban. Un Rey de un país muy diferente, ajeno a las miserias de los hombres, allende la vergüenza humana. Más allá de los antros y de los cementerios, más allá de los tribunales injustos, debía haber un reino de paz y concordia. Y quiso ser súbdito de su Rey. Entonces rogó: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (S. Lucas 23:42).

El hombre sabía que el reino de gloria de Jesús estaba en el futuro. Y pidió un lugar en él. No pidió liberación de la cruz ni el castigo de sus enemigos. Pidió un lugar con él.

La petición del pobre hombre fue oída. El Salvador le prometió que estaría con él en el paraíso. Y murió en paz.

Un día no muy lejano, el sueóo del malhechor arrepentido se tornará realidad. Entrará en el reino de gloria, y al mirar las cicatrices en las manos de quien lo salvó, tratará de ver las suyas, pero no podrá, porque

Jesús lo habrá transformado en nueva criatura y habrá quitado todo recuerdo del mal.

Conclusión

No hay mejor lugar que el Calvario para hablar con Jesús. En ese lugar de privilegio el malhechor arrepentido encontró salvación. Vayamos al Calvario también nosotros, y ahí, pidámosle a Jesús que se acuerde de nosotros cuando venga en su reino. él nos dará un lugar en la gloria, porque ya tenemos un lugar en su corazón.

El autor es pastor y coordinador de las iglesias hispanas de Arizona.

“Estarás conmigo en el paraíso”

por Abimael Escalante
  
Tomado de El Centinela®
de Marzo 2016