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Había pasado treinta y ocho años arrastrándose. Su problema no tenía solución humana. Pero llegó Jesús, y todo cambió.

Junto con otros lisiados, el paralítico yacía junto al estanque de Betesda (ver el relato en S. Juan 5:1-18). Según la tradición, el primero que entrara en el estanque cuando las aguas fueran agitadas por un ángel, sanaría —a veces te aferras a cualquier cosa ante las dificultades—. Y él llevaba mucho tiempo ahí. Esperando. Pero el gran día no llegaba. Nada hacía suponer que aquel día sería diferente. Repentinamente, un extraño se acercó y le preguntó:

—“¡Quieres ser sano?” (vers. 6).

¿Qué enfermo no desea ser curado? ¡Qué pregunta! Esos mancos, ciegos y cojos rodeaban el estanque para ser sanados. Pero para Jesús esa pregunta tenía sentido, era decisiva. Nada podía hacer él sin la colaboración del enfermo. Jesús lo puede todo, pero creó al hombre libre, y lo respeta.

El paralítico alzó sus ojos, los que se encontraron con los ojos de Jesús, y dijo:

—“No tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua” (vers. 7).

¿Para qué necesitaba él que lo llevaran al estanque, si estaba delante del Señor de la vida?

—“¡Levántate, toma tu lecho, y anda!” (vers. 8) —le dijo Jesús.

Ese fue el momento determinante en la vida del paralítico. Si hubiera dicho: “¿Cómo me levantaré si siento que no puedo andar?”, habría permanecido lisiado. Pero le creyó a Jesús, se levantó y caminó.

Así son las cosas con Jesús. Estás paralizado, desorientado, has intentado levantarte y no has podido. Las promesas humanas fallaron. Te sientas en un rincón de la vida a esperar que un día las cosas cambien. Ves pasar a los vencedores, oyes sus risas, sus cantos de victoria, pero a ti te ahoga el polvo del fracaso, y te preguntas para qué viniste al mundo.

Entonces aparece Jesús y te dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (S. Lucas 4:18).

Jesús habla a los oprimidos por la banalidad, a los cautivos de la adversidad, a los cegados por el oropel. Ellos lo han intentado todo. Han madrugado y se han acostado tarde, pero la arena movediza del fracaso los va devorando.

Entonces Jesús te dice: “Levántate. No necesitas más rumiar tu pasado. ¡Hoy es un nuevo día! ¡Levántate!” Hoy Jesús te llama a una vida fructífera, pero él no decidirá por ti. Él solo llama y espera. No forzará tu voluntad. Tú tendrás que aceptarlo. A veces Dios permite que las circunstancias te arrinconen porque no hay otra manera de lograr que alces los ojos, contemples a Jesús y oigas su invitación.

Una noche un hombre vencido por las adicciones entró en un estadio donde yo estaba predicando. Llevaba más de treinta años esclavizado por el alcohol. Mendigaba para comprar bebida. Vivía en las calles, dormía en los cementerios. Desde el punto de vista humano, él estaba derrotado. Pero esa noche, aunque el alcohol oscurecía su entendimiento, ese hombre oyó la invitación de Jesús. Era su única salida. Se entregó a él, y todo cambió.

Cuando te entregas a Jesús, él hace lo que tú no puedes: un milagro. ¡Entrégate a Jesús hoy! No mañana. No el próximo año. ¡Este es el momento de tu decisión! No endurezcas tu corazón.

¿Cuál será tu respuesta?


El autor es conferenciante internacional. Escribe desde Brasilia, Brasil.

Decide entregarte a Cristo

por Alejandro Bullón
  
Tomado de El Centinela®
de Enero 2016