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Los seres humanos tenemos la costumbre de separar las diferentes áreas de la vida en compartimientos distintos: Una cosa es el trabajo, otras las tareas hogareñas, y otros son los espacios para el deporte y la recreación. ¿Y dónde queda la religión? En primera instancia pareciera que está en otro compartimiento, separado de los anteriores. ¿Acaso no la mantenemos ligeramente distante de los diferentes ámbitos de relación con los demás seres humanos? Así pues, en nuestra era moderna, pareciera acentuarse la separación entre los dos planos que abarcan todas nuestras relaciones: el que pertenece a Dios, para elevar nuestro corazón y adorarlo; y el que pertenece al prójimo, donde entran desde los familiares, los amigos y compañeros de trabajo hasta la más anónima persona con la que me crucé hoy de mañana. Por eso, cuando se trata de practicar una religión pura nos esforzamos por dejar fuera de ese ámbito todo lo que se interponga entre Dios y nuestra alma. Esta separación nos parece muy natural y evidente.

Sin embargo, en relación a este asunto leemos en la epístola del apóstol Santiago un versículo singular y auténticamente sorprendente, que tal vez nos abra los ojos y nos permita rectificar nuestra opinión: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27). Si creemos que para mantenernos puros e incontaminados por el mundo debemos separarnos de la gente, estamos equivocados. Este texto dice justamente lo contrario. No se dice en este versículo que el ocuparse de los huérfanos y de las viudas sea un agregado de la religión. Por el contrario, se dice precisamente que esto es la esencia de la religión, y por cierto de la religión pura. ¿No pensábamos nosotros que la religión pura era ocuparse de Dios y de ninguna otra cosa? Aquí, sin embargo, se dice precisamente lo opuesto: las dos realidades más grandes para el ser humano —Dios y el prójimo—, no pueden ser alojados en compartimientos separados.

No podemos mirar las cosas con ojos extraviados: con un ojo a Dios y con otro a nuestro semejante. Ciertamente no se funden el uno con el otro, pero lo que separaba y aislaba una parte de la otra ya fue superado por la muerte redentora del Señor. Lo que estaba lejos se ha acercado, y Jesús nos ha concedido un camino abierto al Padre. Por amor a Jesús, el Padre ha tocado nuestro corazón, que antes estaba muy lejos de él; y lo ha transformado, atraído hacia sí, y dotado con su gracia y con su Espíritu Santo. A través de su Espíritu, Dios quiere vivir en nuestro corazón. No quiere vivir meramente sobre nosotros, en la lejanía, sino que, por amor a Jesús, quiere vivir en nosotros y entre nosotros. No tan solo en los templos, sino en la gracia viviente que transita en la vida cotidiana y secular.

Dios inspira en nosotros el deseo que tenemos de ser buenos y de ocuparnos del prójimo. Dios está en esos impulsos en favor de la vida que por momentos crecen en nuestro interior sin que sepamos de dónde provienen (Romanos 5:5). La modalidad del Espíritu de Dios siempre podemos leerla mejor en la vida y en la muerte de Jesús, el Hijo del Padre. Jesús estuvo movido siempre por el Espíritu, y en él se reveló del modo más claro posible lo que es propio del Espíritu de Dios: En vida y en muerte se ocupó constantemente de sus semejantes, llevando sus cargas, redimiendo sus culpas, llorando sus muertes, anunciando esperanza.

Por lo tanto, cuando prestamos nuestras fuerzas a este espíritu, cuando nos ocupamos de los huérfanos, de las viudas y de los oprimidos, ya sea en el círculo de nuestra familia o de nuestro trabajo o de nuestra sociedad, Dios se hace presente. Y lo honramos, aun sin nombrarlo.


El autor es editor asociado de la revista EL CENTINELA.

El secreto de la religiĆ³n pura

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2009