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Jesús vino a salvarnos de nuestros pecados, no en ellos. Vino a librarnos de las cadenas de la inmoralidad, el vicio, el crimen, el odio, el egoísmo, el abuso y la miseria.

Todos los años, trabajadores del gobierno brasileño reparan la imponente estatua del Cristo del Corcovado, a las afueras de Río de Janeiro, a causa de los balazos de personas enfurecidas contra Dios a raíz de sus fracasos o profundos pesares. El enojo contra Dios responde a muchos factores, pero en la mayoría de los casos refleja una concepción equivocada de quién es Dios y las bases de nuestra relación con él.

Estos conceptos errados no son nuevos. En el primer siglo los judíos anhelaban que el Cristo viniese para salvar a su pueblo del poder de Roma, para restaurar la autonomía política de Israel. Jesús no vino a eso. Según las Escrituras, él vino a salvarnos de nuestros pecados (ver S. Mateo 1:21). Este de por sí es un concepto altamente comprometedor, uno que habla de cambios en nuestra conducta y en nuestra misma naturaleza.

Jesús vino a salvarnos de nuestros pecados, no en ellos. Vino a librarnos de las cadenas de la inmoralidad, el vicio, el crimen, el odio, el egoísmo, el abuso y la miseria: del poder de un enemigo mucho más formidable que Roma. Vino a “buscar y a salvar lo que se había perdido” (S. Lucas 19:10).

Para los teólogos liberales y para el ser humano en general, es más fácil atribuir a Cristo nuestros propios intereses, convertirlo en un disidente palestino, en un revolucionario empeñado en contrariar la filosofía romana y el pensamiento judío del primer siglo. En un sabio que jamás contempló la salvación del ser humano como el objeto de su ministerio.

Pero si aceptamos que él en efecto tuvo la misión de salvarnos del pecado, entonces su vida y cada uno de sus actos y palabras cobran sentido. También cobra sentido nuestra vida. Porque nos ama, Dios ha provisto un plan que restaura la relación rota entre el hombre y Dios (ver S. Juan 3:16; Romanos 5:8).

El pecado del cual nos vino a salvar Jesús es un concepto ofensivo para la mente humana moderna. Se lo asocia con un sentido de culpabilidad enfermiza que limita nuestros sentimientos y acciones. Debido a que no existe ni la bondad ni la maldad absoluta —dicen muchos—, nuestros actos responden a las circunstancias y no se podría decir que son esencialmente malos. Mentir tiene su lugar, al igual que cometer adulterio y matar a otros seres humanos. Este relativismo que absuelve la homosexualidad, la violencia y la deshonestidad, y que dice que cada uno tiene derecho a hacer como plazca con su vida, se resiste a aceptar la definición bíblica del pecado.

La Biblia nos dice que el pecado es la condición de rebeldía hacia Dios el Creador: Una condición que se introdujo en la raza humana al comienzo mismo de su existencia y que persiste y se transmite por la herencia y las costumbres que cultivamos. Los actos que se cometen bajo esa condición general de rechazo de Dios son por lo tanto pecaminosos y edifican una barrera entre él y nosotros (Isaías 59:2).

Aunque el pecado abarca más allá de nuestros actos específicos, debido a que la voluntad de Dios ha sido expresada por medio de la ley de los Diez Mandamientos, el pecado es también definido como infracción de esa ley (1 Juan 3:4). Cristo no sólo cumplió la ley, sino que vino a ponernos en armonía con esa voluntad divina, a grabarla en nuestro corazón (S. Mateo 5:17, 18; Jeremías 31:33; Ezequiel 36:26, 27). Su obra habría de librarnos, no sólo del peso esclavizante de la culpa, sino de nuestras mismas tendencias al mal. Vino a redimirnos de “toda iniquidad” (Tito 2:14).

Por eso es que el apóstol Juan nos dice: “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado... Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:7, 9).

No tenemos que lanzar piedras o balas contra el Cristo del Corcovado, más bien rindámonos a los pies del Salvador, dondequiera estemos y dejemos ante él todo nuestro dolor, nuestro enojo, nuestra tristeza, y él nos dará el reposo y la paz que anhelamos. Jesús todavía salva. ¿Quisieras invocar hoy su santo nombre?


Miguel A. Valdivia es director de El Centinela®.

El Pecado: Un Concepto Ofensivo

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2006