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El filósofo español José Antonio Marina sintetizó el secreto de las relaciones interpersonales con las siguientes palabras: “Hay dos tipos de poderes: los que se basan en la sumisión y los que se basan en la reciprocidad. Aquellos vampirizan, viven succionando el ánimo ajeno. Estos aumentan la energía de todos los participantes”.1

He aquí un principio básico en las relaciones humanas, de fácil comprensión pero de difícil aplicación. Jesús fue quien mejor lo expresó: “Como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (S. Lucas 6:31). Los psicólogos lo denominan el “principio de reciprocidad”. Significa, en otras palabras, que la gente responde normalmente al modo como se la trata o se la considera.

Cuando llegué a los Estados Unidos supe que aquí sí podía aplicar la “prueba de la vereda”, diseñada por el psicólogo Jard De Ville: Saludar a todos los que se cruzan conmigo por la calle con un gesto amable. Adondequiera que voy, saludo a quien se acerca con una sonrisa amplia y un sonoro “good morning”. El 90 por ciento de los transeúntes casuales responde también con una sonrisa, inclinando la cabeza y un saludo afectuoso. Esta prueba tiene una versión negativa. Si usted mira con hostilidad a quienes se cruzan con usted, la respuesta no se hará esperar: la mayoría responderá con cierto grado de agresión. El principio de la reciprocidad es tan absoluto como la ley de la gravedad.

La escritora Elena G. de White describe admirablemente cómo Jesucristo aplicaba el principio de la reciprocidad en su trato diario con la gente: “En cada ser humano percibía posibilidades infinitas. Veía a los hombres según podrían ser transfigurados por su gracia… Al mirarlos con esperanza, inspiraba esperanza. Al saludarlos con confianza, inspiraba confianza. Al revelar en sí mismo el verdadero ideal del hombre, despertaba el deseo y la fe de obtenerlo”.2

Art Buchwald cuenta que, estando en Nueva York, viajaba en taxi con un amigo. Al concluir el viaje, el amigo le dijo al conductor: “Gracias por el viaje. Condujo usted magníficamente”.

El chofer, atónito, le contestó: “¿Está bromeando o qué?”

— No, mi querido amigo, no me estoy burlando de usted. Admiro la manera como se mantiene sereno en medio del tránsito pesado.

—¿Ah, sí? ¡No me diga!, —dijo el taxista y se fue.

Buchwald le preguntó al amigo: “¿Qué significa esto?”

— Estoy tratando de que el amor vuelva a Nueva York —dijo—. Creo que es lo único que puede salvar la ciudad.

Explicó el principio de la reciprocidad en estos términos: “Creo que he hecho que ese chofer tenga un día diferente. Figúrate que él haga veinte viajes. Va a ser amable con todos los clientes, porque alguien fue amable con él. Esos pasajeros serán a la vez más amables con sus empleados o comerciantes o meseros, o incluso con sus propias familias. Con el tiempo, la buena voluntad podría extenderse a por lo menos mil personas. Soy consciente de que mi sistema no es infalible, pero hoy podría tratar con diez diferentes personas. Si de diez puedo hacer felices a tres, entonces con el tiempo puedo influir indirectamente en las actitudes de tres mil más”.

¿Qué opina de este principio? No está mal, ¿no es cierto? Pruebe hoy mismo aplicar la versión positiva de este principio en su vida. Se llevará una sorpresa muy agradable.

1Crónicas de la ultramodernidad, Editorial Anagrama, Barcelona, 2000, p. 92.
2
La educación, Pacific Press, Mountain View 1958, pp. 75, 76.

El principio de la reciprocidad

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2009