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Algunos dicen que los hombres no lloran. Yo creo que sí lloran, y mucho. Lloran los hombres y las mujeres y los niños. Llorar es una actividad natural de los seres humanos.

En cierto sentido, nuestra vida está enmarcada por el llanto. Hay llanto cuando nacemos. Hay llanto cuando morimos. Y hay llanto en el medio. Lloramos cuando sentimos dolor físico. A veces lloramos de alegría, cuando nace un niño, cuando recibimos una buena noticia. A veces lloramos de rabia, porque nos sentimos impotentes ante la injusticia o el dolor innecesario. A veces lloramos por frustración, porque todo nos sale mal o no como queremos.

A veces lloramos porque advertimos que la felicidad que buscábamos no se encuentra donde estamos buscándola. Advertimos que hemos sido engañados, que la vida no se trata de tener posesiones o ejercer poder sobre otros o lucir bien. La vida es más que eso.

Casi siempre recurrimos a la rutina para manejar el dolor. Nos acostumbramos a todo... hasta que pasa algo como lo que le sucedió a la familia Sánchez. El jueves 29 de marzo, un joven padre de la congregación adventista de Nampa, Idaho, atropelló y mató accidentalmente a su preciosa hijita de seis años de edad, quien se había subido al remolque del camión que su padre intentaba estacionar frente a su casa.

La rutina no puede prepararnos para una tragedia de esta magnitud. ¿Qué puede hacerse aparte de llorar? Quizá lo único a lo que puede aspirarse es a llorar con sentido, con algún tipo de esperanza.

Hay una historia en la Biblia que habla de llorar. Y la persona que aquí llora es nada menos que Jesús mismo. ¿Tenía sentido el llanto de Jesús? ¿Por qué lloró? El relato se encuentra en San Juan 11:21–41. Lázaro, hermano de Marta y María, acababa de morir. Se trataba de una familia muy allegada a Jesús. Veamos el texto:

“Y Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará. Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (vers. 21–26).

Este fue el diálogo entre Jesús y Marta. Luego María entabla su propia conversación con Jesús: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró” (vers. 32–35).

Notemos la respuesta de Jesús. En un caso dijo: “Tu hermano resucitará”. En el otro caso, su respuesta fue llorar con la mujer que sufría.

Yo creo que las respuestas de Jesús siguen siendo las mismas:

(1) Él llora con usted ahora y (2) le pide que confíe en él; que confíe en que él es la esperanza ante la tragedia. No sólo de su tragedia, no sólo de la tragedia de la familia Sánchez, sino que Jesús es la respuesta a la gran tragedia de toda la humanidad. Jesús lloró porque Lázaro era su amigo. Pero él llora también por usted y por mí, porque él no quiere nuestro sufrimiento.

La Biblia enseña que vivimos en un planeta rebelde, que Satanás es el príncipe de este mundo. Estamos en guerra y en la guerra hay bajas. En la guerra muere gente. Dios nunca prometió librarnos de todo mal. A veces permite que el dolor nos golpee con toda su fuerza. Lo que Jesús nos promete en esta guerra es la victoria final. El mismo apóstol Juan expresó esta tremenda promesa para toda la humanidad en Apocalipsis, capítulo 21: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (vers. 4).

El dolor y la esperanza

por Miguel Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2007