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“Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas... Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase” (S. Lucas 15:25, 28).

El joven se había aburrido de su padre y de toda su familia. No soportaba más el monótono ritmo del diario vivir. La rutina, el hastío y la rutina. Sus atardeceres no traían el cálido recuerdo de un día vivido con alegría. Sus noches eran un manto que cubría su alma de oscuridad. Su anciano padre no le ofrecía ningún porvenir. Cansado ya del rostro de su progenitor, de sus arrugas y de su paso tambaleante y débil, sentía que con él no había futuro. Este muchacho, como tantos, tenía su mirada cargada de pasado. Pero de un pasado del que no podía recuperar tan siquiera un buen recuerdo. Parecía como si su padre jamás hubiera sido joven, fuerte, protector y divertido. Por esa razón decidió volar del nido. Irse muy lejos. Y para eso, en su egoísmo, no tuvo ni el decoro ni la sensibilidad para no pedir lo que no le correspondía: la herencia anticipada. La pidió, su padre se la dio... y él la despilfarró. Con amigos y extraños.

Estando ya en las últimas, comiendo las miserias de los puercos, recordó los mejores días de su infancia y juventud. Y decidió volver. No sin antes decidir pagarle al padre todo lo que le debía: “Hazme como a uno de tus jornaleros”.

Esa tarde, su padre lo esperaba como tantas veces: con los brazos abiertos, extendidos a la lejanía, tan infinita como su dolor. Tan amplia como su amor. Cuando el anciano lo vio llegar, acortó la distancia, corrió hacia él, lo abrazó, lo besó. No dejó siquiera que su hijo terminara los versos que se había repetido a sí mismo y que había aprendido de memoria en días de camino. Mandó a sus siervos: “Sacad el mejor vestido... traed el becerro gordo... y hagamos fiesta” (S. Lucas 15:22, 23). Nada es más grande para el corazón de un padre que el regreso de un hijo, que el reencuentro con ese ser “que muerto era y ha revivido”.

Había fiesta en la casa y en el corazón del anciano. Como si todo volviera a su lugar. Ahora las cosas tenían la luz de la esperanza y de la paz.

Pero su hijo mayor “estaba en el campo”, fuera de la casa: Aunque había vivido con su padre, físicamente cerca, su alma estaba lejos de él. Emocional y espiritualmente tan alejado de su padre como su hermano menor lo había estado durante largos años. Muchos hijos viven toda su vida “lejos de la casa de su padre”. Sin entrar a ella. ¿Qué le sucede a nuestra alma si muere con el corazón “en el campo”, lejos del encuentro con quien nos dio la vida?

Oyó la música y las danzas, pero su frío corazón persistió en alejarse del gozo, de la alegría. Su sentido de justicia era más fuerte que su misericordia, mayor que la gracia que había manifestado su padre hacia su hermano menor. Él siempre había trabajado en la casa paterna, nunca se había ido, jamás despilfarró la herencia, siempre cumplió con el deber. Y aunque quizá había albergado la fantasía de enredarse con una prostituta —deseo expresado muy patéticamente cuando se proyectó acusando a su hermano (compárese los primeros versículos del capítulo con el versículo 30)—, jamás se había alejado de aquella casa. La gracia de su padre le resultaba irresponsable e injusta. Por eso “se enojó y no quiso entrar”, aunque “su padre le rogaba que entrase”.

El Padre incomprendido

La conocida parábola del hijo pródigo tiene una profunda riqueza y una aplicación generosa en todos los ámbitos de la vida del ser humano. Es una parábola de la insensibilidad propia de una vida joven, sin experiencia, como también del amor de un padre, cuyas marcas en el rostro y en su cuerpo son emblemas de las batallas libradas en favor de sus descendientes. ¡Cuántos hijos olvidan fácilmente que ese viejo que hoy tiembla, que balbucea y apenas puede hablar, es aquel que otrora ofrecía sus manos y brazos fuertes para sostenerlos cuando ellos, débiles e indefensos, recién empezaban a vivir!

También es una parábola que, por contrapartida, nos señala qué debemos hacer como padres cuando un hijo está perdido. Cómo la gracia y la misericordia son más fuertes que cualquier justicia carente de amor. Cómo redimir, no herir, al hijo que se equivocó.

Esta es una parábola para recordar en el Día del Padre que se celebra en este junio. Pero también es una parábola que tiene un alcance trascendente, espiritual y cósmico: Habla de un Dios y Padre que fue y es incomprendido por la humanidad. Podríamos hacer un paralelismo con la parábola de la oveja perdida (S. Lucas 15:1-7). Mientras que la oveja extraviada representa nuestro mundo rebelde, un simple átomo en el vasto universo, que Dios el Padre está dispuesto a recuperar para el redil de su infinita creación mediante la entrega de su Hijo, los hijos ingratos de la parábola del hijo pródigo representan esa humanidad, usted y yo, que no comprende a un Dios de amor que nos está esperando con los brazos abiertos.

El Padre de Jesucristo

Muchos conocen la misión que Cristo vino a cumplir a este mundo en favor de la raza humana y están al tanto del papel que el Espíritu Santo realiza en el individuo, pero ¿qué tiene que ver con nosotros el Padre? En contraste con el Hijo, lleno de bondad, y con el Espíritu, el gran Consolador, ¿es el Padre, según parecen sugerir algunos textos del Antiguo Testamento, un Dios riguroso y justiciero, caracterizado por el dicho “ojo por ojo y diente por diente”? (ver. S. Mateo 5:38; Éxodo 21:24).

El Dios del Antiguo Testamento es el Padre amoroso que encontramos en el Nuevo Testamento. Esto se revela por el hecho de que el mismo Dios habla y actúa en ambos Testamentos para la salvación de la humanidad: “Dios habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Hebreos 1:1, 2).

“Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19).Jesús vino a este mundo para darnos la más profunda revelación de Dios el Padre (S. Juan 1:1, 14). El mismo Jesús declara: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (S. Juan 14:9). El Dios de Jesucristo es un Dios que da, que ama y que espera. Vemos su amor en el acto de la creación, en Belén y en el Calvario. El Padre de Jesucristo es el padre de la parábola del hijo pródigo. Esta es la lección que Jesús quiso dejar en la mente de sus oyentes.

Los dos hijos

El comportamiento del padre nos da la seguridad de que el amor es siempre más fuerte que el mal, y que la misericordia no admite el resentimiento en el carácter de Dios. La parábola del hijo pródigo es la parábola de la paz, porque es la parábola del perdón. Mientras el hijo menor creyó y disfrutó el perdón del padre, el mayor quedó aferrado a su justicia. El perdón trae consigo la esperanza, porque es un poder que transforma nuestra vida, dándonos la victoria sobre el mal en nosotros mismos y en el mundo. El perdón es ciertamente el primer punto de encuentro entre el amor de Dios, el amor a Dios y el amor al prójimo.

De “la parábola del hijo mayor” aprendemos que un derecho cuya defensa pasa por el rechazo de la misericordia, en realidad es un abuso. Aparentemente, él estaba libre de culpa, pero el relato evangélico nos enseña que no basta cumplir fielmente los propios deberes para que el hombre sea aceptado por Dios. La rectitud por sí sola no basta: Cuando se la separa del amor, se mezcla fatalmente con el rencor y el odio. En vez de sanar, enferma. La justicia puede negar la justicia si el amor no la penetra.

Esta parábola nos invita a aceptar la gracia de Dios, a pensar tanto en el amor a nuestro padre terrenal como en el amor de nuestro Padre celestial.

Volvamos a aquella pregunta: ¿Qué le sucede a nuestra alma si muere con el corazón “en el campo”, lejos del encuentro con quien nos dio la vida? ¿Qué sucede en mi corazón de padre si la gracia no es suficiente como para sanar el alma de mi hijo herido, perdido? Jesús nos llama al perdón, a la reconciliación y a la paz.

Puede que en este Día del Padre usted no tenga nada bueno que recordar de su progenitor. Puede que solo le haya legado su ausencia. Jesús nos enseña que su Padre es amor. Y esto es suficiente para vivir y perdonar, aun para agradecerle a su padre terrenal por haberle concedido la vida.

Puede que en este día usted recupere su memoria y, como el hijo menor, “entre a la casa para festejar”.

Puede que en este Día del Padre, usted pueda finalmente entender que lo que parecía disciplina estricta eran tan solo condena y crítica, lo que exasperó y destruyó la confianza de su hijo. Que deba darle una oportunidad a la reconciliación.

Después de todo, eso es exactamente lo que el Padre celestial está haciendo con usted en estos momentos: esperándolo con los brazos abiertos.


El autor es editor asociado de El Centinela.

El amor de un padre

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Junio 2008