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Una de las grandes paradojas del cristianismo es la relación entre la cruz y la corona: La corona, símbolo de realeza, dignidad y poder; la cruz, símbolo de oprobio, vergüenza y muerte. Por lo tanto, al ver cómo la gracia de Dios invierte los términos, y convierte un instrumento de martirio en un símbolo de la victoria, es un prodigio digno de investigar incluso en nuestros tiempos postmodernos.

Me encontraba recorriendo las calles de Jerusalén durante un viaje de estudios a las tierras bíblicas. Era esa época del año tan significativa para la cristiandad y se celebraba el tradicionalmente llamado Domingo de Palmas de la Semana Santa, o sea, la conmemoración del primer día de la semana de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

En el calendario judío era el día 9 del mes de Nisán. Fue una jornada memorable, que aunque pasen muchos años, nunca olvidaré.

A pesar de que salimos muy temprano para aprovechar el día, ya las históricas calles hervían con la presencia de una multitud de peregrinos de muchas razas, culturas e idiomas diferentes. Algunos de ellos lucían sus pomposas vestimentas, otros vestían como el turista típico, con cámara en ristre. Los vendedores ambulantes regateaban con sus compradores, una verdadera cacofonía de sonidos, colores y variedad.

¡Qué ciudad es Jerusalén! La ciudad del Gran Rey, la ciudad de la paz, aunque se mantiene en guerra desde hace 21 siglos. Destruida diecisiete veces; pero sin cambiar de ubicación ni de nombre. En ella se encuentra la encrucijada de tres grandes religiones monoteístas que la reclaman como su capital. La llaman la Ciudad Santa, aunque todos están dispuestos a matar y a morir por ella.

¡Jerusalén!, la misma que mataba y apedreaba a los profetas, y que hoy sigue siendo el centro punzante y doloroso de las tensiones internacionales. La puesta de sol me encontró contemplando la ciudad desde el Monte de los Olivos. Allí oré para concluir aquel Domingo de Palmas, lleno de sentimientos encontrados, y reviví sin querer el relato bíblico de lo que pasó allí mismo, hace tanto tiempo, pero que tanto impacto sigue haciendo en mi vida y probablemente en la suya.

Una entrada triunfal

A esa ciudad hizo Jesús su entrada triunfal, aquel histórico día, en cumplimiento de lo dicho quinientos años antes por el profeta Zacarías: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” (Zacarías 9:9).

La multitud que se había congregado para verlo en Betania lo acompañaba ansiosa de presenciar su recepción. Nueva vida y gozo animaban al pueblo. La esperanza del nuevo reino estaba resurgiendo. Apenas Jesús se sentó sobre el asno, siguiendo la tradición de los reyes de Israel en sus desfiles públicos, una algazara de triunfo hendió el aire y la multitud lo aclamó como Mesías y Rey.

La multitud estaba convencida de que la hora de su emancipación había llegado. Y en su febril y materializada imaginación, veían a los ejércitos romanos expulsados de Jerusalén, y de Israel, no solo como una nación independiente de nuevo, sino como la capital del mundo. Estaban tan felices y alborozados que competían unos con otros para rendirle homenaje. Extendían sus mantos como alfombras en su camino, y esparcían ramas de olivo, palmas y flores ante él. A medida que entraba en Jerusalén, más crecía la multitud. Los sacerdotes y gobernantes repetían con alarma: “He aquí, el mundo se va detrás de él”. Y maquinaban cómo lo eliminarían.

Jesús, por su parte, nunca había permitido durante su vida terrenal una demostración como esta. Él conocía con toda claridad los resultados. No aceptaría una corona terrenal, ese no era el plan divino. Sabía que pocos días después sería llevado a la cruz. Pero su propósito era presentarse públicamente como el Redentor, porque quería llamar la atención del pueblo al sacrificio que había de coronar su verdadera misión para salvar al mundo caído.

Mientras la gente se iba reuniendo en Jerusalén para celebrar la Pascua, él, el verdadero Cordero Pascual ponderaba el significado de lo que ocurría. El Omnisapiente Hijo de Dios sabía lo que se avecinaba. A él no lo tomaban por sorpresa ni la aclamación ni el rechazo siguiente. ¡Siempre lo supo! No era la corona de los reyes de Israel la que lo esperaba, ¡era una corona de espinas! ¡No era el trono material de David, donde se sentaría durante estos eventos! ¡Era la horrenda cruz y el Calvario!

Conocía con certeza que muy pronto no se escucharían más los “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, sino que la turba enfurecida gritaría: “¡Crucifícalo, crucifícalo!” Pero siguió adelante, nunca vaciló en su decisión de ofrecerse en nuestro lugar. Decidió morir la muerte que nosotros merecíamos, para que nosotros podamos llegar a disfrutar la vida que solamente de él proviene.

Pocos días después la atmósfera cambió totalmente. La alabanza se tornó en ruda crítica y las palmas se trocaron en espadas y látigos. Porque así era y así sigue siendo la humanidad: la misma gente que hoy te ofrece una corona y un cetro bien puede ponerte una corona de espinas y crucificarte antes que termine la semana.

En el huerto de Getsemaní Jesús agonizó en conflicto con los agentes satánicos. Soportó la angustia de la entrega, y vio a sus discípulos abandonarlo y huir. Fue llevado ante Anás y luego ante Caifás, después a Pilato. De Pilato fue enviado a Herodes, y luego de nuevo a Pilato. Las injurias siguieron a las injurias, los escarnios a los escarnios; fue flagelado dos veces, y toda esa noche del jueves se produjo una escena tras otra de un carácter capaz de probar hasta lo sumo a un alma humana.

Durante todo este proceso, Jesús no pronunció palabra que no tendiese a glorificar a Dios. Durante toda la deshonrosa farsa de su juicio, se destacó su firmeza y dignidad. Pero cuando después de la segunda tanda de latigazos la cruz fue puesta sobre sus hombros, su naturaleza humana no pudo soportar más y cayó desmayado bajo la carga. Esto sucedió varias veces durante la triste procesión.

Un amor sin par

El relato de Mateo luego dice: “Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa: Lugar de la Calavera, le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo” (S. Mateo 27:33, 34). Entonces lo crucificaron. El hecho de que el Rey del Universo estuviera dispuesto a cambiar su corona regia por una corona de espinas y a deponer su cetro real para tomar una cruz, con el expreso propósito de proveer perdón para mis pecados y ofrecerme la corona de la vida, es muchísimo más extraordinario de lo que un ser humano, con las limitaciones propias de mi conciencia, puede comprender a plenitud.

Este es el elemento incomprensible en el evento de la redención humana: La expresión de un amor que va más allá de lo humanamente lógico, un amor que lo da todo por alguien que no lo merece, alguien que en su estado natural no ama al Dador de tal amor. Este amor es sencillamente incomparable. Y al pensar en esto, al meditar en el carácter divino a la luz de la cruz, comenzamos a sentir la acción de la misericordia, la ternura y la aceptación. Es entonces que el alma, al contemplar lo incomprensible, fascinada se eleva a tal punto que rompe la inercia espiritual, y dejando atrás la incredulidad y la indiferencia, echa al vuelo las campanas de la gratitud y exclama: ¡Qué inmenso amor! ¡Qué Dios tan maravilloso!

Cuando esto sucede ya no queda lugar para la frustración, la duda o la inseguridad. Ya no es tan importante comprender el fenómeno, o intentar explicar su dinámica, porque se trata de sentirlo. Y se trata de una grandiosa experiencia espiritual. ¡Así se produce el milagro de la salvación! ¡Calle! ¡Venga!... ¡Mire a Jesús! ¡Con los ojos de su fe, véa como llevó la cruz! ¡Contemple su corona de espinas! ¡Obsérvelo! ¡Deje que el Espíritu Santo actúe en su mente y corazón! Acéptelo hoy como su amigo y Salvador. ¡Tome su propia cruz y sígalo! Escuche su promesa: “¡Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida!” (Apocalipsis 2:10).


El autor es ministro y dirigente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el Estado de Nueva Jersey. Es un evangelista de experiencia y tiene un doctorado en Psicología.

La cruz y la corona

por José H. Cortés
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2007