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“Respondió el hombre, y les dijo: Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos” (S. Juan 9:30).

¿De dónde vino Jesús? ¿Quién es? ¿Por qué puede garantizar la salvación?

A lo largo de la historia, los seres humanos han discutido mucho sobre la persona de Jesús. Para algunos, no pasa de ser un revolucionario social que murió por causa de sus ideas. Para otros, Jesús no es más que un líder religioso como cualquier otro. Hay quienes lo comparan con Gandhi, Mahoma o Buda; o quienes creen que fue un hombre carismático que consiguió arrastrar a las clases pobres detrás de sí. Incluso, para muchos, Jesús no es más que una invención del cristianismo.

No es de extrañar que hoy existan tantas opiniones distintas acerca del Maestro de Galilea. Si cuando él estaba personalmente en esta tierra, y los hombres lo podían ver y tocar, cada uno tenía su propia opinión sobre Jesús, imagine cómo será hoy cuando él ya no está en forma visible entre nosotros.

En cierta ocasión el Señor reunió a los discípulos y les preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Y ellos respondieron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas”. Entonces vino la pregunta de un modo más personal: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (S. Mateo 16:15). Ahí apareció la figura de Pedro con aquella memorable declaración de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (ver 16:16).

¿Quién fue Jesús? Necesitamos entender bien de dónde vino, porque de eso puede depender la seguridad de nuestra salvación.

San Juan 1:1 dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”, y el versículo 14 añade: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)”.

Para poder salvarnos Jesús tenía que ser plenamente divino, plenamente humano y plenamente santo. ¿Por qué? Veamos:

El ser humano había pecado y estaba condenado a muerte. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23), nos afirma San Pablo. Y después agrega: “Porque la paga del pecado es muerte” (ver 6:23).

Volvamos al Jardín del Edén para entender mejor este asunto. Allí estaba el Creador y la criatura. Dios estaba compartiendo su vida con el ser humano. La vida no era del hombre. El hombre sería apenas un administrador de la vida que Dios le confió. La vida del hombre sería una vida dependiente. ¿Dependiente de qué? De su fidelidad al Dios de la vida. Y la fidelidad estaba simbolizada en el respeto a la orden divina de no tocar el árbol de la ciencia del bien y del mal.

El principio estaba establecido: La obediencia es vida; la desobediencia, muerte. Infelizmente, el ser humano desobedeció y la muerte vino como consecuencia natural. Pero el hombre no quiere morir. ¿Qué se podía hacer para salvarlo?

El enemigo está ahí, atento al camino que Dios va a seguir: Si Dios perdona al hombre, el enemigo tiene lista una acusación: “Tú eres mentiroso, tu palabra no vale nada, pues hay un principio que dice que la desobediencia trae la muerte. El hombre pecó, ¿y tú lo perdonas?”

Por otra parte, si Dios permite que el hombre sufra las consecuencias de su error y muera, el enemigo tiene lista otra acusación: “Dios, tú eres injusto. Pobre ser humano, le diste una ley que no puede cumplir, ¿y permites que muera sólo porque comió del árbol?”

¿Ve el conflicto divino? ¿Cómo salvar al hombre sin dar lugar a las acusaciones del enemigo? Tal vez usted esté pensando: “¿Y por qué Dios tenía que dar explicaciones al enemigo?” El problema no era el enemigo sino el universo entero. Lucifer había acusado a Dios de ser injusto y había arrastrado con él a una tercera parte de los ángeles (Apocalipsis 12:9). Todos los seres celestiales estaban a la expectativa. ¿No podría existir la posibilidad de que Lucifer estuviera en lo cierto y que Dios estuviese equivocado? Por eso, lo que Dios hiciese con Adán después del pecado era un asunto clave para el universo. Por otro lado, y por encima de todo, Dios ama al ser humano. ¿Cómo permitir que él muera? ¿Qué hacer para salvarlo?

Cualidades de un Salvador eficaz

Ser plenamente divino es la primera cualidad que el Salvador debe tener. Debe tener vida en sí mismo. No puede tener vida dependiente de otro. Debe ser el dueño de la vida. ¿Por qué? Porque la criatura no puede donar vida a nadie. La criatura necesita de la vida para ella misma; ella no es fuente de vida, puesto que la recibió del Creador. ¿Cómo podría ceder la vida a otro ser? Por eso, los ángeles no podían ser salvadores, ya que son criaturas como nosotros. Por la misma razón, ningún hombre puede salvar a nadie. Todas las criaturas necesitan de la vida que recibieron de Dios.

Ser plenamente humano y sin pecado es la segunda cualidad del Salvador. ¿Por qué? El pecado había hecho separación entre Dios y el hombre. Recuerde que antes del pecado, Adán y Eva podían hablar cara a cara con Dios. Después de la desobediencia, Adán se escondió y huyó de Dios. “Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:8-9).

Con el correr del tiempo, el ser humano tuvo miedo hasta de oír la voz de Dios. En el monte Sinaí, el pueblo de Israel, al oír la voz divina, corrió a Moisés y suplicó: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos” (Éxodo 20:19).

Era necesario que Dios se hiciese hombre, que asumiese la forma humana, que revistiese su divinidad para alcanzar a la humanidad: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14). “Y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (S. Mateo 1:23).

El Salvador del mundo tenía que ser alguien humano y sin pecado para poder pasar la prueba de fidelidad que Adán no pasó. En las mismas circunstancias del primer hombre, el Salvador debía demostrar que era posible obedecer. El enemigo no tendría más motivo para acusar a Dios de injusticia. Por el hecho de ser Dios el Creador, perfectamente podría saber cómo se siente la criatura en cualquier circunstancia de la vida; pero al hacerse hombre, el enemigo jamás tendría argumentos para decir que Dios no podía entender al ser humano.

Este es uno de los aspectos del amor de Jesús que emociona. No hay nada que yo pueda sentir que él no esté en condiciones de comprender. Él se puso en mi lugar; a veces se sintió rechazado, incomprendido y traicionado. En la cruz del Calvario clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Dios no lo había desamparado, pero su humanidad no le permitía ver la presencia del Padre en medio de tantas nubes negras de dolor, tristeza y soledad. Por eso puede comprendernos cuando, en un momento de sufrimiento, hasta echamos la culpa a Dios y lo acusamos de habernos abandonado.

El escritor de la epístola a los Hebreos dice que ahora podemos acercarnos sin miedo a Jesús. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15-16).

Él nos comprende. ¿Cómo no podría comprendernos si vivió entre nosotros como un ser plenamente humano?

Si alguna vez estuvo perturbado por su pasado, si no conoció a sus padres o si su nacimiento tuvo contornos dudosos, piense en Jesús y en la Virgen María intentando explicar a la gente que el hijo que iba a tener era el fruto del Espíritu Santo.

Si alguna vez se sintió traicionado y abandonado por los mejores amigos, piense en Jesús, solo en el Calvario. Sus mejores amigos se habían ido. Personas en las cuales confiaba. Él los había sacado del mar; eran pobres e incultos pescadores y Jesús los había llamado para ser los fundadores de su iglesia, y mírelo ahora solo, muriendo como un marginal, entre dos delincuentes.

Si siente que las personas lo usan, que todo el mundo lo busca, pero sabe que sólo es para conseguir algo, entonces piense en Jesús, que después de hacer el milagro de los panes y los pescados, fue seguido por la multitud. Cuando paró de multiplicar los panes, fue abandonado por todos. ¿Cree que no sería capaz de comprenderlo?

El secreto de la victoria

¿Ya experimentó la victoria en su vida? No vendrá como resultado de su esfuerzo humano. Constantemente me buscan personas y dicen: “Pastor, estoy cansado de luchar y no consigo lo que quiero; por más que ejercito mi fuerza de voluntad, soy derrotado por el enemigo. Es imposible vivir la vida cristiana tal como la Biblia enseña”.

Antes de partir, él reunió a sus discípulos y dijo: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (S. Juan 15:4, 5).

Este es el secreto: “Separados de mí nada podéis hacer”. San Pablo lo entendió y lo dice con otras palabras: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).


El autor es pastor y conferenciante internacional.

“Tú eres el Cristo”

por Alejandro Bullón
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2006