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La entrada del pecado marcó el final de la armonía y el orden del mundo que Dios había creado. Adán y Eva nunca se imaginaron las terribles consecuencias por haber desconfiado del Padre celestial. Pronto empezó a haber cambios inesperados: en el medio ambiente, en los animales, en la naturaleza humana. La situación era desesperante. Entonces el Señor se presentó y advirtió de algunas consecuencias irremediables a causa de la desobediencia humana.

Pero en su infinita misericordia, Dios prometió un Redentor: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella, su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (Génesis 3:15).* El Señor advirtió que Satanás lucharía contra la simiente de la mujer, es decir, Jesucristo; habría un gran conflicto entre Cristo y Satanás, de donde Jesús saldría vencedor.

¿Pero cómo identificar al Mesías? ¿Qué características tendría? El capítulo 53 del libro del profeta Isaías presenta una descripción inmejorable.

Muchos no creerían en su identidad mesiánica. “¿Quién ha creído a nuestro mensaje y a quién se ha revelado el poder del Señor?” (53:1). De hecho, la mayoría de la sociedad judía rechazó a Jesucristo. Esperaban un guerrero al estilo del rey David que los condujera a liberarse del poder romano. En cambio, Jesús era el hijo de un carpintero, nacido en Belén y criado en Nazaret. ¿Qué de interesante había en un personaje tan común? Jesús no cumplía con sus expectativas, era demasiado sencillo.

Aparecería en un mundo carente de valores, haría un gran contraste con la sociedad. “Creció en su presencia como vástago tierno, como raíz de tierra seca” (53:2). En los tiempos de Jesús había enormes injusticias sociales que eran parte de las costumbres de los pueblos: el esclavismo, la discriminación hacia la mujer, el desprecio hacia los enfermos y los discapacitados, entre otras cosas. Pero Jesús se presentó con una actitud diferente hacia los niños, las mujeres, los inválidos y los rechazados por la población. Su simpatía y su aproximación a la gente marcó un enorme contraste con la soberbia y la prepotencia de los dirigentes religiosos.

Su principal atractivo no sería el físico. “No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable” (53:2). Jesús no parecía una superestrella de la televisión ni tenía el porte de un carismático paladín. No era asediado por sus encantos físicos ni por su atuendo correspondiente a la última moda. Jesús era un personaje habitual de la sociedad. Su principal atractivo no era el físico. Lo más atrayente de él era su carácter y su trato hacia los demás: trasmitía aceptación, tolerancia, paz, serenidad, seguridad, firmeza, esperanza. Además, sus enseñanzas eran sumamente interesantes. Se esforzaba para que la gente aprendiera la Palabra de Dios, rasgo que lo diferenciaba mucho de los escribas y fariseos, quienes solo hablaban de los asuntos religiosos para ser aclamados como grandes sabios de la fe judía.

Sufriría mucho a manos de la gente. “Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento” (53:3). Desde su infancia, Jesús supo lo que era el rechazo. Sus amigos y vecinos murmuraban que José no era su padre. Burlas, bromas, insultos. Luego, le tocó vivir en una región indeseable de Israel, Nazaret, pueblo de rufianes y delincuentes. Y claro, su lugar de procedencia le acarreó mayor descrédito. Un chico de origen dudoso, vecino de un lugar bastante ordinario, no tenía un gran futuro en la sociedad judía. Al contrario, era blanco favorito de ataque de parte de muchas personas. Y en la medida que fue creciendo, la incomprensión hacia él aumentó, incluso de su propia familia.

No tendría la estimación de su propio pueblo; su familia se avergonzaría de él. “Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos” (53:3). El pueblo judío nunca valoró lo que tuvo. Sus enseñanzas, milagros y predicaciones no fueron suficientes para ganar un poco de aprecio de parte de la población. Jesús les parecía muy poco. No lo valoraron ni como ser humano ni como Maestro de Israel ni como Médico divino ni Redentor del mundo. Lo consideraron un criminal, y así fue como acabaron con él en la cruz del Calvario. Por su parte, sus familiares no soportaban las críticas hechas en contra del Rabí de Galilea; se avergonzaban de ser sus parientes y le suplicaron varias veces que interrumpiera su ministerio en este mundo.

La sociedad lo identificaría como un personaje débil y vulnerable. “Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado” (53:4). Mucha gente pretendía corroborar la divinidad de Jesús al provocarlo; esperaban que reaccionara como un vulgar reyezuelo humano, explotando en ira y exhibiendo sus poderes sobrenaturales con aires de superioridad y petulancia. No aceptaban a un Mesías golpeado y humillado, ni que sacrificara su vida en favor de la raza humana. Esa “vulnerabilidad” no los convencía mucho.

Sufriría las consecuencias del pecado de los seres humanos. “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (53:5). Jesucristo vino a morir por nuestros pecados; somos justificados por la fe en él. Murió como un criminal y sufrió el desprecio del mundo.

Su sacrificio salvaría a la raza humana. “Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros” (53:6). El Señor tomó nuestra muerte y nosotros tenemos la oportunidad de tomar su vida. En Cristo todos podemos encontrar perdón. No hay pecado que Jesucristo no pueda perdonar.

Daría su vida como expiación por el pecado del mundo. “Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; como cordero, fue llevado al matadero; como oveja, enmudeció ante su trasquilador; y ni siquiera abrió su boca” (53:7; la letra cursiva es nuestra). ¡Jesús padeció la muerte eterna! Aquella tarde Satanás pensó que había derrotado al Señor. Pero se entregó en sacrificio de manera voluntaria para ser el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (S. Juan 1:29).

La expiación sería una experiencia muy difícil para él, pero no se quejaría. “Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; como cordero, fue llevado al matadero; como oveja, enmudeció ante su trasquilador; y ni siquiera abrió su boca” (53:7; la cursiva es nuestra). Jesucristo se dejó asesinar. Permitió que lo humillaran y torturaran. Tenía poder para destruir a sus agresores, pero no lo aprovechó. Sabía que tenía que morir si quería salvar a la raza humana.

Recibiría un juicio injusto. “Después de aprehenderlo y juzgarlo, le dieron muerte; nadie se preocupó por su descendencia” (53:8; la cursiva es nuestra). El juicio de Jesús fue ilegal: se celebró en la madrugada y con testigos comprados; lo único que los líderes de la religión judía deseaban era condenarlo a como diera lugar.

Sería asesinado por causa del hombre. “Fue arrancado de la tierra de los vivientes, y golpeado por la trasgresión de mi pueblo” (53:8). Jesús murió asesinado a manos de los hombres. Su muerte fue de una crueldad difícil de imaginar. Lo azotaron, lo golpearon y lo clavaron en una cruz. A las pocas horas murió.

Moriría junto a un par de malhechores. “Se le asignó un sepulcro con los malvados, y murió entre los malhechores, aunque nunca cometió violencia alguna, ni hubo engaño en su boca” (53:9). Jesús padeció la muerte de un delincuente y recibió la deshonra de morir junto a dos ladrones. Peor ignominia no se podía sufrir.

Un grupo de fieles aceptaría su muerte expiatoria y su mensaje. “Pero el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir, y como él ofreció su vida en expiación, verá su descendencia y prolongará sus días, y llevará a cabo la voluntad del Señor” (53:10). Su mensaje sería conservado en todo momento por fieles seguidores a lo largo de la historia. Hoy, sus discípulos todavía proclamamos las bondades de su sacrificio con el poder de su Palabra.

Él sería el vencedor del gran conflicto. “Después su sufrimiento, verá la luz y quedará satisfecho” (53:11). ¡Jesús será el triunfador en su lucha contra el mal! Pronto lo veremos destruir a los poderes de las tinieblas y proclamar su reino.

Mucha gente aceptaría su sacrificio y recibiría la salvación. “Por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos” (53:11). Hoy todavía hay oportunidad de recibir a Jesucristo como Salvador personal. A pesar de que ha pasado tanto tiempo, el Señor está tocando los corazones de las personas, deseando entrar y transformarlas. ¿Le permitirá usted entrar a su vida?

Reinaría para siempre. “Por lo tanto, le daré un puesto entre los grandes, y repartirá el botín con los fuertes, porque derramó su vida hasta la muerte, y fue contado entre los trasgresores. Cargó con el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores” (53:12). ¡Jesús es el Rey de reyes y Señor de señores! Pronto vendrá en las nubes de los cielos (S. Mateo 24:30) para reinar sobre este mundo. Y nosotros, los que hemos creído en él, reinaremos con Jesús por la eternidad.

*La versión de la Biblia utilizada para este artículo fue la Nueva Versión Internacional (NVI).


El autor es el director editorial de GEMA, nuestra casa editora hermana con sede en México.

Cómo saber que Jesús es el Mesías

por Alejandro Medina Villarreal
  
Tomado de El Centinela®
de Marzo 2008