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¡Jesús es real! No es religión y no es teología. ¡No, no es una teoría! Es una Persona. Él siente. Respira. Escucha. Los conceptos religiosos son ideas, y sólo eso, ideas, pero Jesús no es una idea. No es un invento, nadie lo creó. Es el Creador. Jesús inspira pero no es etéreo. Él no es algo; es alguien. No es un éxtasis, y los poetas escriben acerca de él. Es la vida. No es un objeto; es un Ser. Ser que siente y piensa. Ser que dice y orienta. Jesús no es un mito; es una realidad. Jesús está siempre presente y nunca es anticuado. Está en el tiempo y lo trasciende. A la hora pero no ajustado a la hora.

Jesús es expresión divina de amor que comunica. Él siempre dice y pocas veces habla. Su voz sin eco es voz clara, es voz limpia, de timbre distinto. Voz audible, voz sin gritos. Voz amable sin lisonjas. Él es él y no se descubre. Jesús es transparente. Él es la luz. Sin sombras, sin máscaras. Él es Jesús.

Él es la Palabra

Jesús no es voz pasiva como un sustantivo; Jesús es vida, acción, verbo; es el Verbo divino. Jesús es la Palabra hecha letra en carne humana que “habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14). Él es Palabra viva porque actúa y actúa como Creador. Jesús es causa y no efecto. “Todas la cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (vers. 3).

De él, de Jesús, “de la Palabra nace la vida, y la Palabra, que es la vida, es también nuestra luz” (vers. 4; versión Lenguaje Actual). ¡Qué revelador es este misterio de la Persona en la Palabra! La Palabra de Dios no es un conjunto de párrafos, y es más que un libro con letras de tinta; no, la Palabra no radica en los símbolos del lenguaje. La Palabra es ser; es presencia. Hay Persona en la Palabra. La Palabra es una Persona; es Dios mismo. Es Jesús, “él es la imagen del Dios que no podemos ver” (Colosenses 1:15; versión Lenguaje Actual). Es Dios en la Palabra, Dios el Hijo, el Verbo divino.

¡Qué solemne! Saber que Cristo, Dios mismo, es la Palabra que hoy ha llegado hasta nuestros días después de tantas generaciones, y que Jesucristo nos llega íntegro en su Palabra, como “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).

Partiendo entonces de que la Palabra (el mensaje) y Jesús (el mensajero) son uno sólo, pasemos a considerar su significado, su importancia, su valor, y un par de principios guiadores para que encontremos al Cristo viviente en su Palabra.

El significado de la Palabra

Para saber el significado de la Palabra de Dios, enfoquémonos en Cristo, donde algunas veces lo veremos a él solo como la Palabra y otras veces citando la misma Palabra escrita.

La Palabra es camino. Jesús, la Palabra encarnada, se identifica como el camino (S. Juan 14:6). Su Palabra es mapa y camino. Como mapa orienta, y como camino conduce. Y Dios la dejó como el único camino seguro para guiar nuestra existencia. Ya sea en las biografías de hombres y mujeres falibles restaurados por la gracia de su amor, en la vida y enseñanzas de Jesucristo como en las instrucciones directas y específicas, la Palabra es la lámpara que ilumina nuestro “camino” (Salmo 119:105).

Se les llama bienaventurados a quienes “andan en sus caminos” (Salmo 119:3), porque “limpia” la vida (vers. 9), salvaguarda de pecar (vers. 11), “vivifica” el alma abatida sobre las sendas polvorientas del desaliento (vers. 25), y “sustenta” el alma desecha de ansiedad (vers. 28). Y estos son quienes claman a su Autor: “Ordena mis pasos con tu palabra, y ninguna iniquidad se enseñoree de mí” (vers. 133).

La Palabra es verdad. Jesús afirma: “Santifícalos en tu verdad; tu Palabra es la verdad” (S. Juan 17:17). La Palabra no es otro de los viejos documentos de opiniones y sugerencias históricas. Es la verdad absoluta sobre las preguntas esenciales de la existencia humana. Como camino, la Palabra nos conduce en la existencia; como vida, la Palabra inspira la existencia; y como verdad, la Palabra nos llena la existencia.

Somos seres pensantes, capaces de justipreciar entre lo bueno y lo malo, pero no somos la norma de la verdad. Ése es el sitial privilegiado para “el libro de Jehová” (Isaías 34:16), para “la palabra de Cristo” (Colosenses 3:16). Creer en Cristo es creer en las verdades de las Escrituras reveladas por Jehová en ambos testamentos. Jesús dice: “Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (S. Juan 5:46, 47). Negar una doctrina bíblica es negar a Cristo mismo. La verdad de Dios, como hilo divino, se teje con la trama humana desde el Génesis hasta el Apocalipsis, para tamizar las creencias que han de dictar las acciones humanas. Las verdades de las Escrituras son inmutables (Isaías 40:8); y son, más que simples creencias, verdades modelables, visibles en la forma de una “religión pura y sin mácula” que se materializa cuando uno “[visita] a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y [se guarda] sin mancha del mundo” (Santiago 1:27). Sencillamente, creer la verdad de la Palabra es encarnar la Palabra; es vivirla. Cuando las Escrituras son aceptadas, son integradas a la vida en forma de creencias visibles y verificables. Quien la recibe no llega “a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1).

La Palabra es vida. Jesús dijo: “El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”, (Juan 6:63; la letra cursiva es nuestra). Como vida, la Palabra es la esencia, la sustancia del ser. Es el hálito de la vida humana. En el recinto silencioso del alma humana se oye una voz íntima que suplica: “Vivifícame, oh Jehová, conforme a tu palabra” (Salmo 119:107).

Cuando leemos en 2 de Timoteo 3:16 que toda la Escritura es “inspirada por Dios”, significa literalmente que ha sido “exhalada por Dios”. La Palabra vivifica porque es Cristo, “el Autor de la vida” (Hechos 3:15), quien imparte su vida misma. Es Dios vaciado en Cristo, es Cristo vaciado en su Palabra. Por eso su Palabra es la vida, porque es la Palabra de Dios. En la Palabra legible de Dios hallamos el mismo efecto vitalizador que dio origen a la vida de aquel muñeco de barro cuando el Creador, la Palabra de Vida, “sopló en su nariz aliento de vida” y se convirtió en “un ser viviente” (Génesis 2:7). Como el aliento que Dios sopló en la forma sin vida fue el agente decisivo para originar la primera vida humana, ahora necesitamos ese mismo aliento de la Palabra para sostener y enriquecer la vida. Porque “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (S. Mateo 4:4). Con razón el apóstol la llama “la buena palabra de Dios” (Hebreos 6:5).

Para encontrar a Cristo en la Palabra

No es suficiente pasar tiempo con la Palabra sin encontrar a Cristo en la Palabra. El efecto que esto produce en el alma es exactamente igual a dedicar una hora cada mañana a meditar y a reflexionar en las páginas amarillas de la guía telefónica. Lo más triste es perder a Cristo en la Palabra. Jesús y solamente Jesús es la única razón del estudio de la Biblia. Él nos vuelve a decir hoy: “Ellas son las que dan testimonio de mí” (S. Juan 5:39). ¿Y cómo lograrlo? Es sencillo.

Primero: Propongámonos saber sólo de Cristo. Pablo lo hizo. “Pues no me propuse saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”, —les dijo a sus hermanos de Corinto (1 Corintios 2:2). Y lo logró. “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3, 4; la cursiva es nuestra).

Los antiguos judíos, contemporáneos de Cristo, estudiaban las profecías, pero en vano, porque no lo hicieron para buscar en ellas a Jesús, “el Salvador del mundo, el Cristo” (S. Juan 4:42). Jesús, “el Deseado de todas las naciones” (Hageo 2:7), el Mesías prometido, “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (S. Juan 1:11). Fue “despreciado y desechado entre los hombres” (Isaías 53:3). Estudiar profecías es estudiar “de la gracia destinada a vosotros” porque “los profetas . . . inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo . . .” (1 Pedro 1:10, 11). Jesús es el eje temático alrededor de quien giran todos los otros temas, de principio a fin, en los sesenta y seis libros del canon bíblico (Apocalipsis 1:1). “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (S. Lucas 24:27). El efecto seguro de estudiar la Biblia para encontrar a Jesús se expresa en las palabras dichas por quienes lo experimentaron de primera mano, oyendo a Jesús mismo presentarse en un completo recorrido bíblico. Los caminantes a Emaús exclamaron: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (vers. 32). ¡Sólo Jesús le da valor, vitalidad y poder a la Palabra! ¡Gloria a Cristo, Dios de la Palabra!

Segundo: Pidamos que queremos ver a Jesús. Dios ansía escuchar que digamos: “Señor, quisiéramos ver a Jesús” (S. Juan 12:21). Es una experiencia espiritual accesible sólo con la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo, porque “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

Antes de abrir las Sagradas Escrituras, abramos nuestros corazones, y con el rostro inclinado digámosle a Dios algo parecido a esto: “Padre nuestro, gracias por tu Palabra; gracias por Jesús, tu Verbo divino. Reconozco que necesito tu Santa Palabra, la necesito como camino para que conduzca mi existencia, como vida para que la inspire y como verdad para que la llene. Porque ella es espiritual y yo soy carnal, te pido que abras los ojos de mi entendimiento para ver a Jesús hecho Verbo, hecho Palabra. ¡Exáltalo ante los ojos de mi fe! Y que al abrir tu Palabra se descorra el velo que separa lo físico de lo espiritual, y sea atraído por el admirable semblante del Amado Jesús, para que me diga: ‘Ven, vamos y te mostraré toda mi gloria’. Amén”.


J. Francisco Altamirano R. es el autor del manual El camino a la vida, una Guía para estudiar la Biblia en grupos pequeños, y escribe desde Battle Ground, Estado de Washington.

Jesús: La persona en la palabra

por J. Francisco Altamirano R.
  
Tomado de El Centinela®
de Marzo 2008