Número actual
 

Thomas Webb fue un predicador protestante de amplia trayectoria durante la última parte del siglo XVIII. Pero posiblemente nunca hubiese sido lo que fue para Dios si no hubiese sido herido gravemente en la batalla de Louisburg (1759) mientras servía en el ejército británico. Una bala le entró por el ojo derecho, le pasó por la garganta y finalmente le llegó al estómago. Cuando sus compañeros lo declararon muerto, Thomas replicó con voz débil, pero clara: “No, no estoy muerto”.

La herida lo hizo regresar a Inglaterra con una pensión del ejército, en 1764 conoció el Evangelio por la predicación de John Wesley y llegó a ser un influyente evangelista en Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos.

No es difícil seguir confiando en la Providencia cuando se trata de reveses comunes. Quizá no podemos obtener la posesión que ambicionamos. Alguien nos trata mal o murmura de nosotros. Un hijo se porta mal. Estamos enfermos o disconformes con nuestra apariencia. Pero, ¿qué pasa cuando de verdad hemos quedado aplastados ante el dolor? ¡Cuántas veces nos vemos abrumados por eventos y circunstancias que parecen opuestas a nuestro entendimiento de la voluntad de Dios! Los desastres naturales de fines de 2004 y la segunda mitad de 2005 dejaron un extraordinario saldo de personas desplazadas y dolientes. ¿Qué bien puede derivarse de tragedias tales? ¿Cómo puede surgir algo bueno de la muerte de un ser querido? ¿Podrá Dios utilizar situaciones que no arrojan esperanza alguna desde el punto de vista humano?

Una promesa bíblica afirma que sí. “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).

En términos generales, las mismas experiencias negativas tienen el valor de enseñarnos algo, de hacernos buscar fuerzas que no conocíamos. Pero esta promesa señala que hay otra dimensión para los que confían en Dios. La condición para su cumplimiento es el amor a Dios. Pero el cumplimiento es enteramente divino. El pasaje indica que Dios hace algo especial a favor de aquellos que aceptan sus planes para la humanidad.

Quizá algunos concluyan que Dios prefiere a unos y descuida a otros. En realidad, el mal alcanza e impacta a todos por igual. Jesús, luego de haberles anunciado a sus discípulos que serían perseguidos por su fe, les dijo: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Las bendiciones de Dios para los sufrientes son para todos, porque su ofrecimiento de salvación es universal. Jesús predestina, llama, justifica y glorifica (Rom. 8:29-31). Pero no a unos pocos. Su predestinación es para los que creen; “todo aquel que en él cree” (Juan 3:16), será salvo.

La promesa puede cumplirse porque es Dios quien actúa. Nadie ni nada puede separarnos del amor de Cristo. Los que aman a Dios son bendecidos en medio de las pruebas y el dolor, pero todos pueden amar a Dios. En realidad, los que amamos a Dios somos bendecidos porque el amor de Dios por nosotros es siempre mayor que nuestro amor por él.

La bendición de Dios supera y modifica lo malo de dos maneras. Cambia nuestra percepción del evento o condición, y nos ayuda a interpretar las cosas con una actitud de confianza en Dios. Nos hace conscientes del amor de Dios por detrás, por debajo y por encima de todo lo que pueda sucedernos.


Heridas que sanan

por Miguel Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Febrero 2006