En estos días finales del año, cuando aún la pandemia pende en el aire como la espada de Damocles, escuchemos el consejo de Jesús a sus discípulos en Getsemaní: “Velad y orad” (S. Mateo 26:41).
Velar y orar son inseparables. Porque el ojo que “vela”, ve claramente los peligros de la vida, y se dirige hacia arriba en busca de ayuda. ¡Y no buscará en vano! Podremos caminar por desfiladeros y valles de muerte, pero la oración humilde convierte el miedo en esperanza. La oración susurra la eternidad en nuestro corazón, como un anticipo de lo que viviremos luego de la segunda venida de Cristo. Las señales tan claramente visibles en el año que pasó anuncian este magno evento.
La Biblia nos asegura que lo que es imposible para nosotros no lo es para Dios. Como los rayos de sol que se abren camino entre las sombras de los árboles, la oración es el resplandor del cielo que ilumina nuestro sendero. La comunión diaria con Jesús mantiene viva la esperanza de volver a ver a nuestros amados en el día de la resurrección.
Más allá de los sufrimientos padecidos en 2020, más allá del pasado irrevocable y del futuro incierto, más allá del miedo y la ansiedad, Dios reina pleno, porque es el Creador. él se encarnó para concedernos esperanza. La comunión diaria con él encarna la esperanza de Cristo en nuestras vidas: la esperanza de vida eterna.
La oración de Jesús en el jardín de Getsemaní no fue vana (S. Mateo 26). Las arenas del tiempo no han podido sepultar su consejo. Han pasado los siglos y los milenios, y su ruego sigue vivo: “Velad y orad”. Aun en su oración agónica, Jesús sintió la paz que solo Dios puede conceder al corazón humano.
Esto es lo que hoy necesitamos: paz. Esto festejamos en esta Navidad: la paz que solo el Hijo de Dios puede dar al corazón humano (S. Juan 14:27).
Terminemos este año tan difícil agradeciendo a Dios por Jesús, quien concede el milagro de la paz a nuestra vida.
El autor es el editor de El Centinela.
