Hace varios milenios, el patriarca Job se lamentaba sobre lo incierto y breve de la vida: “El hombre nacido de mujer, corto de días y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado. Y huye como la sombra, y no permanece” (Job 14:1, 2). Nadie cuestiona que la vida es breve y la muerte una realidad inevitable. “Los que viven saben que han de morir” (Eclesiastés 9:5), nos recuerda Salomón. Hacia allá nos encaminamos todos. Lo que sí se presta a discusión, y existen muy diversas ideas al respecto, es el tema del más allá, qué hay más allá de la muerte.
¿Qué sucede cuando la persona muere? ¿Continúa existiendo de alguna manera?
Quienes no profesan fe en Dios arguyen que la muerte es el fin de todo; que no hay vida más allá de la tumba. Que el momento fugaz de la existencia en esta tierra es el todo. Pero entre los cristianos, que creen en las enseñanzas de la Escritura, hay diferentes opiniones sobre este particular. Algunos creen, que existe en el ser humano algo inherentemente inmortal, y que cuando el hombre muere, esa entidad, generalmente llamada alma o espíritu, abandona el cuerpo con destino desconocido.
Según esta creencia, para esa alma se presentan distintas posibilidades. Si la persona vivió una vida digna, al morir, el alma ascenderá directamente al paraíso, a la presencia de Dios, donde disfrutará desde ese mismo momento las delicias celestiales. Pero si su vida ha sido reprochable, descenderá al infierno, donde sufrirá tormentos por la eternidad.
Las almas de quienes no alcanzaron a merecer el paraíso, pero que son rescatables, podrán ir a un lugar intermedio, llamado purgatorio, donde, después de pagar deudas pendientes de la vida presente, podrán llegar a la presencia de Dios. A causa de que Dios es el único que conoce los corazones, resultaría imposible para un ser humano opinar con certeza respecto al destino de alguien que ha muerto.
Otros entienden que cuando la persona muere deja de existir, que cesa la vida; como si la luz se apagara. Creen que no hay nada inherentemente inmortal en el hombre, ya que la Biblia dice que Dios es “el único que tiene inmortalidad” (1 Timoteo 6:16), por lo tanto, la muerte es algo así como un sueño profundo; la persona permanecerá en ese estado hasta el día de la venida del Señor Jesús, cuando ocurrirá la resurrección de los muertos. ¿Habrá alguna manera de saber qué es la verdad? ¿Qué es lo que, en realidad, sucede cuando una persona muere?
Nuestro único recurso, como cristianos, es acudir a la Sagrada Escritura. Porque la verdad no es determinada por la filosofía, la tradición o las especulaciones humanas, sino por la revelación divina. El Señor Jesús siempre tenía a flor de labios las palabras: “Escrito está”, para responder a toda pregunta (ver San Mateo 4:4). Y cuando San Pablo se dispuso a explicar la naturaleza de la salvación, comenzó con una pregunta muy importante: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:4). Esto es lo que haremos ahora. Veremos qué dicen el Antiguo y el Nuevo Testamento.
El Antiguo Testamento
El libro de Génesis nos dice que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Adán estaba listo para funcionar, para vivir, para amar, pero era solo un muñeco hecho del polvo de la tierra. Pero cuando Dios alentó en su nariz el soplo de la vida, es decir, lo conectó consigo mismo —la Fuente de la vida—, comenzó la existencia de Adán. Antes de la unión de la materia y la vida, Adán no existía; un momento después era un hombre, un hijo de Dios. Dios creó también a Eva, y así quedó formada la primera pareja, los progenitores de la humanidad.
Adán y Eva fueron advertidos de las consecuencias de la desobediencia. Podían vivir en el hogar edénico mientras sus vidas estuvieran en armonía con la voluntad de Dios. El Creador les dijo que la desobediencia traería aparejada la muerte. Dijo, dirigiéndose a Adán: “El día que de él comieres [del árbol de la ciencia del bien y del mal], ciertamente morirás” (Génesis 2:17).
El relato nos informa, además, que un ángel caído hizo su aparición en el Edén, y tentó a Eva con palabras que contradecían lo dicho por Dios. Le dijo que comer del fruto prohibido no resultaría en su muerte, sino que entraría en una esfera superior de existencia (ver Génesis 3:4).
Finalmente, cuando Adán hubo pecado, Dios le explicó cuál sería su castigo, y en qué consistiría la muerte. Le dijo: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Estas son las palabras de Dios, y no hay ninguna insinuación de que algo del hombre sobreviviría la muerte. No le habló de ningún sufrimiento inmediato, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
Cuando Adán murió, ocurrió el proceso de la creación a la inversa; fue desconectado de la fuente de la vida, y todo lo que quedaba de él se volvió al polvo, conforme a la sentencia divina. Así como Adán no existía antes que el soplo de vida se uniera a la materia, al separarse estos elementos en la muerte Adán dejó de ser.
El salmista David se hizo eco de esta realidad cuando escribió: “Les quitas el hálito, dejan de ser, y vuelven al polvo” (Salmo 104:29). “Sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4), y “no alabarán los muertos a Jehová, ni cuantos descienden al silencio” (Salmo 115:17). ). Y el sabio Salomón agrega: “El polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu [el soplo de vida] vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). Es claro que el Antiguo Testamento enseña que el hombre es una unidad que existe como un todo; que al morir, deja de existir.
El Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento continúa la misma línea de enseñanza, que el hombre es una unidad indivisible, que nada consciente sobrevive a la muerte. Aunque algunos pasajes, tomados en forma aislada son más difíciles de entender, el tenor de la enseñanza es el mismo.
Notaremos un caso, no un texto aislado, sino un incidente en el que Jesús mismo participó. Lázaro, un amigo de Jesús, estaba enfermo, y finalmente falleció. Entonces Jesús dijo a sus discípulos de la muerte de su amigo: “Nuestro amigo Lázaro duerme, mas voy para despertarle” (S. Juan 11:11). Cuando Jesús llegó a Betania, donde vivía Lázaro y sus hermanas Marta y María, ya hacía cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro, y cuando Jesús pidió que quitaran la piedra que sellaba la puerta de la tumba, Marta protestó: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días” (S. Juan 11:39).
Luego de unos momentos, Jesús clamó a gran voz, diciendo “¡Lázaro, ven fuera!” (S. Juan 11:43), y Lázaro obedeció al Dador de la vida, y salió de la tumba. ¿Dónde había estado Lázaro esos cuatro días? En la tumba. Jesús no ordenó que viniera de ningún otro lugar, sino que saliera de la tumba. Jesús volvió a darle vida, volvió a conectarlo con la fuente de vida. Si el alma de Lázaro, según creen algunos, fue al cielo en el momento de su muerte, y había estado gozando de la compañía de Dios, los ángeles y los redimidos de todos los tiempos durante cuatro días, uno supone que habría protestado contra Jesús por haberlo traído nuevamente a este mundo de oscuridad, pecado y sufrimiento.
Cuando San Pablo afrontaba peligros, y temía por su vida, pronunció aquellas palabras memorables: “Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé en quien he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12), hasta el día de la resurrección.
La Biblia enseña que la esperanza del cristiano es la resurrección.
Si esta es la enseñanza de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, ¿de dónde proviene la idea popular de que el alma sobrevive a la muerte y recibe inmediatamente su recompensa o su castigo? Esta enseñanza se debe a la influencia del pensamiento griego que se introdujo en la teología cristiana en los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Los griegos creían en la existencia de dioses impasibles, espirituales, que existían en algún lugar del universo, y que el hombre estaba compuesto de materia y de espíritu. En ocasión de la muerte, la parte espiritual abandonaba el cuerpo y ascendía para unirse con los dioses. El cuerpo desaparecía, era algo así como una prisión para el espíritu; la muerte posibilitaba su liberación. Para ellos no había resurrección.
La resurrección de los muertos
Jesús enseñó con toda claridad la doctrina de la resurrección de los muertos, lo cual ocurrirá en ocasión de su segunda venida. él dijo: “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (S. Juan 6:39). En otro lugar del mismo Evangelio dio esta explicación que es imposible malentender: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (S. Juan 5:28, 29).
La doctrina de la resurrección, tan central en la enseñanza bíblica, sería superflua, innecesaria, si las personas al morir reciben su recompensa. ¿Qué necesidad habría de que un alma —que ha estado disfrutando de las bendiciones del cielo, en algunos casos durante cientos o miles de años—, vuelva a reunirse con el cuerpo?
¿Están muertos los muertos? Según las palabras de Jesús duermen, como Lázaro, hasta el momento en que oirán las palabras del Dador de la vida llamándolos a despertar del sueño.
El autor es doctor en Teología, jubilado, y profesor invitado de la Universidad Andrews. Escribe desde Yucaipa, California.