En los Juegos Olímpicos de Verano de Barcelona, en 1992, el corredor británico Derek Redmond era favorito para ganar la carrera de 400 metros planos. Antes había registrado el récord de Gran Bretaña de la distancia, y había ganado “la medalla de oro en el relevo de 4x400 en el Campeonato Europeo de Atletismo de 1986, los Juegos de la Mancomunidad de 1986, y el Campeonato Mundial de Atletismo de 1991”.1 Ese día debía clasificarse para la final.
“Derek se había preparado casi toda su vida para ese momento, incluso tuvo que someterse a cinco cirugías en el tendón de Aquiles”.2
Y comenzó la carrera. Derek avanzaba como una flecha, pero, de pronto sintió un tirón en el tendón de la corva y se desplomó. El personal médico se apresuró a auxiliarlo. A pesar del dolor, logró levantarse, e intentó continuar. Su padre, quien estaba entre el público, se abrió paso evadiendo al personal de seguridad y llegó hasta él. Le dijo que había venido para estar a su lado, y que no tenía nada que demostrar. Ya era un campeón.
“¡Tengo que terminar esto, papá!”, exclamó Derek.
“Entonces, vamos a terminarlo juntos”,3 dijo el padre.
Ovacionados por todo el estadio de Montjuic, padre e hijo lograron alcanzar la meta.
“La fuerza se mide en kilos. La velocidad se mide en segundos. ¿El valor? El valor no se puede medir”,4 proclamaba un video del Comité Olímpico Internacional inspirado en la lucha de Derek Redmond.
El ejemplo de Derek Redmond nos dice que jamás hay que rendirse; y el de su padre, que siempre debemos ayudar a los hijos, sobre todo, cuando son heridos por la adversidad.
Esta historia es también útil como metáfora de la carrera del cristiano. Somos corredores en el camino de la vida, y el pecado nos ha herido, pero jamás debemos cejar en procura de nuestra meta: la semejanza con Cristo, y la patria celestial. Avancemos con denuedo, que nuestro Creador y Redentor ha bajado a la pista de este mundo, la recorrió primero, y nos ofrece su brazo poderoso.
El autor es redactor de la revista El Centinela.