El sol agoniza y enrojece la tarde. La luz del poniente resiste fatigosamente desde la cumbre el avance de la oscuridad. Cuatro hombres, cansados y tristes, suben la cuesta. Apenas un rayo de luz ilumina el sendero de los caminantes. Pronto los sobrecogerá la oscuridad y espesas nubes rodearán sus cuerpos en la cima de la montaña.
A medida que avanza la noche, aumenta la angustia en el corazón de Jesús. Está comenzando a transitar la senda que lo conducirá al sacrificio. Su ida al monte inaugurará la última etapa de su ministerio. Ya ha dicho públicamente que morirá. Ya ha aceptado esa realidad como un hecho irreversible. Ya ha aceptado la naturaleza vicaria de su muerte cruenta. Y esta clase de muerte produce en él una agonía horrorosa que le parece imposible de soportar.
El momento ha llegado. Ahora necesita más que nunca la fuerza que proviene del Padre. Pero le falta algo que solo el cariño y el afecto de sus amigos puede suplir. Por eso, les pide a sus discípulos más cercanos, Pedro, Juan y Santiago, que lo acompañen en oración.
A poca distancia de ellos Jesús derrama sus súplicas ante el Padre con fuerte clamor y lágrimas, e implora fuerzas para soportar la prueba inminente en favor de la humanidad. También intercede por sus discípulos, para que en esa hora no les falte la fe. ¡Oh, Jesús, tan honda es tu tristeza como tu bondad!
El rocío acompaña el paso lento de las horas y va cubriendo como gracia divina al Hombre que enfrenta su muerte. Sus compañeros de oración caen rendidos por el cansancio y Jesús queda en soledad, orando. Y en esa soledad carga con el peso de la tristeza de su muerte vicaria por toda la humanidad.
Jesús comprende la incertidumbre de Pedro, Juan y Santiago luego de que les anunciara su muerte inminente. Mediante su oración intercesora quiere aliviar compasivamente el pesar de ellos, dándoles la seguridad de que su fe no es inútil. El Maestro le pide al Padre una manifestación de la gloria que tuvo con él antes que el mundo fuese. Solo una manifestación de su divinidad consolará a aquellos tres hombres en la hora de sus propias agonías, cuando su Maestro ya no esté físicamente a su lado. La compasión por los suyos es la emoción más profunda que inspira esta súplica al Padre.
Y la oración es respondida. Mientras Jesús está postrado humildemente sobre el suelo pedregoso, los cielos se abren y una radiante luz desciende sobre el monte, rodeando su figura. La divinidad que descansa en su interior comienza a refulgir a través de su humanidad, y va al encuentro de la gloria que viene de lo alto. Levantándose del polvo, Cristo se destaca con majestad divina. Desaparece la angustia de su alma. Su rostro brilla ahora como el sol. La oscuridad huye. Los discípulos se despiertan y contemplan los raudales de gloria que iluminan el monte. Con temor y asombro, miran el cuerpo radiante de su Maestro. Y ven que Jesús no está solo. A su lado hay dos seres celestiales que conversan íntimamente con él. Son Moisés, el gran legislador, y Elías, el gran profeta. Ellos simbolizan la Ley y los Profetas, que constituyen el sentido último de todo el Antiguo Testamento. Como si todo lo escrito en la historia de Israel hasta ese entonces encontrara su verdadero significado en el encuentro de aquellos dos hombres con el Cristo transfigurado.
Mientras están aún mirando la escena sobre el monte, una nube cubre a los tres hombres. Los discípulos temen entrar en ella. Y una voz desde la nube dice: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (S. Lucas 9:35). Cuando cesa la voz, Jesús está solo. Los discípulos no deben contar a nadie lo que han visto (vers. 36).
La esperanza en la oración de Jesús
San Lucas es el único de los evangelistas que registra el tema del encuentro entre Jesús, Moisés y Elías. En el registro del tema que hablaron aquellos tres hombres, el texto de Lucas nos brinda, en el original griego, una palabra muy significativa. Dice: “Y hablaban de su partida [éxodo] que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (S. Lucas 9:31). ¡Hablaban del éxodo de Jesús! Esto implica que, con su muerte y resurrección, Jesús encabezaría el éxodo del pueblo de Dios: un pueblo de migrantes, de peregrinos en tierra encantada, ¡en camino a la Tierra Nueva!
Ahí están Moisés y Elías, en pie frente a Jesús. Vienen a consolarlo como respuesta a su oración al Padre. ¡La oración humilde nos consuela siempre! Los visitantes celestiales son la sombra del pasado, pero frente a ellos está el cumplimiento de la ley, el clímax de los siglos, al que apuntan todas las profecías: Jesucristo. En el pasado, la ley había tartamudeado del amor de Dios, pero ahora, en Cristo, habla en plenitud (Hebreos 1:1, 2).
Por Cristo la vida se torna en un verdadero éxodo hacia la eternidad. Es la salida de la tierra de la esclavitud.
Escuchemos a Jesús
Finalmente, la nube oculta a Cristo. Moisés y Elías desaparecen luego de dar su último testimonio acerca del Mesías. Luego, el texto bíblico dice mucho en pocas palabras: “Cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo” (S. Lucas 9:36). él está solo en su naturaleza divina, como el Hijo de Dios. él está solo en su naturaleza humana, como el Hijo del Hombre. él es la única Voz de Dios para los hombres. Este es el sentido del consejo divino: “¡A él oíd!”.
La playa del tiempo está sembrada de reputaciones arruinadas y glorias olvidadas. A medida que pasen las edades, y que el mundo se vaya alejando del Monte de la Transfiguración, todo se irá hundiendo más y más profundamente en el horizonte de la historia humana. ¡Solo Cristo quedará para llenar el pasado, el presente y el futuro! Cuando el torbellino del tiempo se lleve la hojarasca de la historia, lo único que permanecerá será Cristo. En tu vida y en tu muerte, solo él estará a tu lado.
Él es el único digno de ser escuchado por el hombre y la mujer, porque todas las otras voces se apagarán en el desierto de la vida, las cubrirá la arena del tiempo, y todo morirá en el silencio. Pero como Jesús habla desde la eternidad, “[sus] palabras no pasarán” (S. Mateo 24:35). Cuando el tiempo se acabe, y la historia del mundo quede en la nada, el nombre de Cristo será exaltado por sobre todos los poderes, como “el Autor y el Consumador de la fe” (Hebreos 12:2; Filipenses 2:9, 13).
A medida que avanza la noche, aumenta la angustia en el corazón de Jesús. Está comenzando a transitar la senda que lo conducirá al sacrificio.
Oración
Cuando las ilusiones de la vida se hayan desvanecido, cuando se hayan acallado los ruidos del día, cuando exhale mi último suspiro, solo tú, Jesús, estarás a mi lado. Por eso, tómame ahora de la mano, antes de que la luz se apague y la oscuridad se deslice sigilosamente y domine mi sendero. Mantenme la mano sujetada cuando me vaya de este mundo, y llévame donde el tiempo no existe. Te quiero ahí, amado Hermano mío, cuando mi cuerpo descanse en el polvo; y cuando me llames, para que mis ojos te vean y mis labios declaren: “Este es mi Dios, en quien he esperado” (Isaías 25:9).
El autor es el editor de El Centinela.