En la cruz Jesús clamó: “Padre, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). Su grito desgarrador, su clamor profundo, expresa la más terrible de todas las condiciones: el abandono, el olvido, la nada. Aquel que había sido uno con el Padre desde la eternidad, aquel que había vivido en comunión perfecta, compartiéndolo todo en una intimidad imposible de comprender desde nuestra perspectiva humana, ahora se sentía lejos y abandonado.
Fue abandonado a nuestra suerte, bajo el peso profundo y sombrío de todos los pecados. En medio de una densa oscuridad, Jesús se hundió en un vacío inconmensurable. Como si un niño, en el momento de mayor necesidad, fuera soltado de las manos amorosas de su padre. Las manos del Padre se soltaron, el Hijo cayó en un abismo oscuro, insondable, incomprensible. “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:2). “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Sin embargo, en medio de su sentimiento de abandono, Jesús clamó con confianza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (S. Lucas 23.46).
¿Cómo puede alguien, en la mayor y más profunda oscuridad del abandono, seguir confiando con esa intimidad del alma que para nosotros es insondable? Jesús sabía que, aun en el aparente abandono, podía confiar en su Padre.
El misterio de la redención y nuestra elección de fe
Aquí hay un misterio que estudiaremos durante toda la eternidad: el punto donde Dios, quien no tiene nada que ver con el pecado, hizo recaer sobre el Inocente la culpa del culpable. En la cruz, “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10). En ese momento misterioso, en la persona de Cristo Jesús se produce la reconciliación del pecador con el Dios sin pecado. Allí se manifiesta el carácter absoluto de Dios: su amor del cual mana su justicia. Una luz futura nace de aquella oscuridad insondable.
Pero en ese clamor de Jesús también me veo reflejado. ¿Cuántas veces, en medio del aparente abandono de Dios, me he sentido solo? ¿Cuántas veces me he preguntado dónde está ese Dios que me ama? Y, sin embargo, es justamente allí donde puedo ejercer la fe más absoluta y encomendar mi vida a Dios, incluso cuando todo parece contradictorio. . . Como Abraham, cuando fue llamado a entregar a su hijo en sacrificio. Era el hijo prometido, esperado toda su vida; ahora le era pedido por el mismo Dios que se lo había concedido. Pero él decidió confiar. Dijo: “Dios proveerá”, y caminó por fe (Génesis 22:8; Hebreos 11:17).
Así también tú puedes elegir confiar, cualquiera sea tu situación. Por más que no veas el fin, por más que sientas injusticia, abandono o soledad. . . clama. Entrégale a Dios lo que no entiendes. Hay una verdad firme: “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). No es que el Padre no sufriera. No es que no estuviera presente mientras su Hijo bebía el amargo trago de nuestro cáliz. Dios estaba en Cristo, y eso lo cambia todo.
El amor del Calvario reflejado en una historia real
¿Qué es más difícil para un padre, ver sufrir a su hijo o tomar su lugar? Cuando un hijo sufre una dolorosa enfermedad como el cáncer, ¿no desea todo padre ocupar la cama de su hijo y sentir su dolor para liberarlo? Como capellán, acompañé a un matrimonio mientras el cáncer consumía el cuerpo de su hijo de 17 años. Ellos deseaban ocupar su lugar. La madre me decía que lo daría todo por tomar ese dolor, por liberar a su hijo, aunque fuera por un instante.
Así también, en el Calvario, Dios estaba en Cristo. Esa densa oscuridad, pienso, no era más que la presencia del Padre cubriendo con ternura a su Hijo mientras bebía el cáliz de nuestra culpa. Mientras su cuerpo sangraba, la muerte se hacía presente. Pero no era su muerte. Era la nuestra, la temporal y la eterna. Nuestros pecados. Nuestros dolores. Nuestra miseria. Hasta que su corazón no resistió más y se quebrantó de angustia.
Y desde esa cruz, Dios nos invita a ser reconciliados.
El amor de mamá
Esto me recuerda a mi madre, quien enfermó cuando éramos niños y pasó su vida en un hospital psiquiátrico. Solo los medicamentos le hacían la vida soportable. Pasó años allí. Mis tres hermanos y yo la visitábamos gracias a que nuestros tíos nos pagaban los pasajes. Viajábamos hasta Asunción, donde estaba internada. Todavía recuerdo aquel hospital inmenso, rodeado de árboles altos.
Siempre mencionaba nuestros nombres cuando nos veía llegar. Con aprensión veíamos a nuestra mamá sufrir. Aún puedo verla con una sonrisa en su rostro arrugado y sus manos temblorosas. Y aunque a veces el silencio fuera largo, sabíamos que nos amaba. Cada vez que nos despedíamos, mamá iba a su cuarto y volvía con un puñado de billetes arrugados en la mano.
Recuerdo la primera vez que lo hizo: nos los puso en la mano y dijo que eran un regalo para que compráramos ropa bonita, porque quería vernos bien vestidos. No podíamos aceptar ese dinero. Era fruto de sus manualidades y de los aportes que sus hermanos le enviaban para que pudiera comprarse una fruta o un jugo, algo especial en un hospital donde nada de eso existía.
Le preguntamos al doctor si podíamos aceptarlo. Su respuesta fue clara: “Sí. Es lo mejor que pueden hacer. Ese dinero es su expresión de amor. Aceptarlo le da sentido a su vida”. Aunque su mente estuviera llena de tormentos, el amor de madre estaba latente, abriéndose paso.
Ese amor de madre es apenas un pálido y débil reflejo del amor de Jesús, que en la cruz abrió sus manos temblorosas y permitió que nuestros clavos lo sujetaran al madero. Allí, en esa cruz, Dios asumió todos mis pecados y me dio el regalo de su perfecta justicia para que yo, pecador, pudiera tener esperanza.
Hoy, Jesús te invita a ti también. Me invita a mí. Nos invita a aceptar su regalo.
Invitación
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”
(Romanos 5:1).
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).
Así que ahora, mientras todavía hay tiempo, te invito a dar un paso de fe.
Acércate al Calvario.
No importa si hay cosas en tu vida que no entiendes.
Si estás sufriendo.
Si sientes que Dios te ha
abandonado. . .
Ven tal como estás.
Rindamos nuestras vidas a Aquel que dio todo por nosotros.
Y permitamos que él nos reconcilie consigo mismo.
En el nombre de Jesús, el que entregó su vida en el Calvario. . .
y ahora vive para interceder por ti, te hago esta invitación.
Él te espera con un amor
inexplicable,
tan profundo como su sacrificio,
tan insondable como la oscuridad que por nuestros pecados lo
envolvió.
Te invito.
Vamos juntos.
Yo más que tú lo necesito.
Carlos Gil tiene una maestría en Teología. Se desempeña como director ejecutivo del área espiritual de la red de salud Adventist Health Brasil.