Vivo en una hermosa y fría localidad de Panamá llamada Tierras Altas. Mi pueblo se llama Volcán. Soy profesora de inglés y trabajo en una escuela adventista que, por supuesto, cerró sus puertas de manera presencial debido a la pandemia durante 2020 y 2021.

Llevábamos tres meses sin trabajar y sin salarios. Nuestros contratos de trabajo cesaron y todos volvimos a casa. Muchos de los padres de familia de nuestra escuela perdieron sus trabajos. La incertidumbre era grande. Los casos de COVID-19 aumentaban cada día en el país.

Muchos enfrentaron situaciones similares alrededor del mundo o incluso estaban peor, pues muchos se enfermaron de gravedad o perdieron seres queridos. La depresión, la angustia y los suicidios aumentaron en el mundo entero. El encierro llevó a algunos a la locura y no parecía existir una solución para la crisis.

Cuando el director de la escuela nos reunió para contarnos la situación en que quedábamos debido a la pandemia, también nos recordó claramente que Dios aún es bondadoso y misericordioso y que estaría pendiente de todos, y que debíamos depositar toda nuestra confianza en que supliría nuestras necesidades. ¡Y Dios obró maravillas en la escuela y conmigo cada día!

Las maravillas fueron tangibles. No sé quién las envió. No sé quién las donó. Solo sé que el director de mi escuela y otros amigos traían bolsas de comida y vegetales a mi casa. Había un vecino que viajaba a otros pueblos y canjeaba vegetales por frutas. Esas frutas llegaban a mi mesa: papayas y mangos deliciosos. Él llevaba vegetales de su finca y los cambiaba por frutas que compartía con sus vecinos. Otras veces compartía de los vegetales que él mismo cultivaba. De esa manera, Dios puso alimento en mi mesa y en las mesas de mis compañeros de trabajo.

Hambre de la Palabra de Dios

Durante esos días, algunos textos de la Palabra del Señor cobraron una importancia especial en mi vida. “No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (S. Mateo 6:31-33). Dios está pendiente de ti. Dios alimenta a las aves, viste de colores el campo. Él sabe cuántos cabellos hay en tu cabeza. Pero de leerlo a experimentarlo es otra cosa. ¡Durante la pandemia lo experimentamos!

“Mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos” (Hageo 2:8). Este es otro texto bíblico muy conocido en el mundo cristiano, que en esos días se convirtió en un fiel testigo de que Dios realmente es el dueño del oro y la plata. “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19).

Antes pensaba que yo suplía mis propias necesidades, porque trabajaba y ganaba un salario con el que podía comprar alimentos, medicina, ropa, zapatos y pagar otros gastos. No. No es así. Estuve equivocada toda una vida. Es Dios quien suple todo de acuerdo a su amor, su bondad y sus riquezas. Él es quien nos da las fuerzas y la salud para trabajar, y en ocasiones, como en pandemia, sea que trabajes o no, igual él cuida de ti.

Una cirugía especial

La crisis que vivimos es un pálido reflejo de las que se avecinan. Hace tiempo que esperamos cielos y tierra nuevos. Hace tiempo que clamamos: “¿Hasta cuándo, Señor?” Ya no se puede vivir en este mundo. Todos los días hay sobresaltos, contiendas, crímenes, enfermedades, pánico, depresión, muerte, hambre, tristezas. . . ¡ya no podemos más! Y Dios lo sabe.

No quiero volver a la vida “normal”. Quiero volver a lo que reste de una vida “transformada”. Quiero ser otra persona. Durante esos días de pandemia, de encierro, de soledad, muchas veces le pedí al Señor que hiciera una cirugía especial en mí.

Le pedía una cirugía bíblica, espiritual, como la que se explica claramente en Ezequiel 11:19 y 20. “Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios”.

Elevé una petición por una cirugía espiritual acompañada de ayuno y oración; acompañada a veces de lágrimas, porque el tiempo se acaba y quiero ver a mis seres queridos volver al Señor. Acompañada a veces de ansiedad por el futuro, cuando pierdo de vista que el futuro para Dios ya es historia, porque él conoce los tiempos, y sus tiempos son perfectos.

¿Qué más va a pasar? No lo sé. Solo sé que Dios ya está allá, en el futuro. Que ya Dios lo solucionó todo. Que mi parte es confiar, confiar y confiar. Memorizo promesas bíblicas que me van a sostener. Estudio su Palabra para no ser engañada; oro, ayuno y comparto esperanza. Es la misma esperanza que me mantiene en pie: la venida de mi Señor Jesús.

Te invito a orar conmigo:

Gracias, Padre celestial, porque en medio de la pandemia nunca estuvimos solos. Tú estuviste presente en cada momento y jamás perdiste el control de lo que sucede. Ayúdanos a crecer en fe y confianza. Ayúdanos a buscar primero tu reino y tu justicia para ver toda bendición que viene por añadidura en tiempos de incertidumbre. Inspíranos para que, ya sea en tiempos angustiosos o en tiempos de paz, compartamos con otros las bendiciones que tú nos das. Gracias. En el nombre de Jesús, amén.

Dar y recibir

Durante el inicio de la pandemia, un ciudadano norteamericano, ya anciano, quería regresar a los Estados Unidos en un vuelo humanitario, pero debido a problemas de visión no podía ingresar su información en línea. Alguien me contactó para ayudarlo y pedí que me dieran todos los datos que se necesitaban para registrarlo en el vuelo humanitario, pues los registros debían hacerse en inglés. Subí la información, y este anciano logró regresar a los Estados Unidos. Antes de irse, me llamó y me preguntó cuánto debía pagarme. “Oh, nada —le dije—. Vivimos tiempos muy duros. Que usted haya podido conseguir un lugar en ese vuelo humanitario y regresar a su país es más que suficiente para mí. No se preocupe. No me debe nada”.

El señor logró llegar a los Estados Unidos. A los días me llegó un sobre con dinero que me mandó para expresar su gratitud. Yo no esperaba eso. Pero, realmente, quien envió el dinero fue Dios. Tomé el sobre en mis manos y oré: “Señor, yo sé que eres tú. Gracias, pues llega en el momento cuando me es tan necesario”.

Me asombra cómo Dios obra para vincularnos para el servicio. Ese anciano necesitaba el ingreso de datos que yo podía brindarle, y yo necesitaba el dinero que él pudo facilitarme de regreso en su hogar. Cuando estamos dispuestos a servir, Dios se ocupa de devolver nuestro esfuerzo, con creces.

La autora es maestra de escuela. Escribe desde Panamá.

Bendiciones de pandemia

por Eveldina Gómez
  
Tomado de El Centinela®
de Octubre 2024