Juan comienza su Evangelio diciendo que Dios “fue hecho carne y habitó entre nosotros” (S. Juan 1:14). El verbo “habitar” tiene el mismo significado que “tabernáculo”, el lugar del encuentro entre Dios y su pueblo (Éxodo 33:7, 11). Así como el Tabernáculo de Israel estaba cubierto por cortinas que ocultaban el esplendor del interior, en Cristo, que adoptó nuestras debilidades y vulnerabilidades, se reveló la divinidad del Señor. Y de esa divinidad nos habla Juan.
El Tabernáculo era el lugar del sacrificio; y en el tabernáculo de su carne Jesús ofreció el único sacrificio por los pecados para siempre. En el ofrecimiento de su vida humana en continua obediencia, y en el ofrecimiento de su cuerpo y sangre en la amarga pasión de la cruz, nos acercó a Dios.
Por lo tanto, Cristo es tanto el Templo de Dios, el lugar de la revelación y el sacrificio. Así se facilitó el encuentro entre Dios y nosotros. Mediante la encarnación Cristo pone su mano sobre Dios y sobre cada criatura humana que lo reconozca. Cristo te toca y tu tocas a Dios. No importa cuán lejos estés de Dios, estás cerca gracias a él (ver Efesios 2:13).
La misma presencia que estuvo en Cristo puede estar en nuestro interior, velada por nuestro cuerpo, que es el templo de Dios. Su presencia nos da vida. Busquemos el poder de la Vida que fluye eternamente dando vida a los muertos, sanando a los enfermos, liberándonos de nosotros mismos, de nuestros vicios, y consolando y fortaleciendo el corazón quebrantado (ver S. Lucas 4:18).
Apocalipsis 7:9-15 nos habla de otro Tabernáculo, en torno del cual una gran multitud alaba a Jesús, el Cordero. La promesa es: Él “extenderá su tabernáculo sobre ellos”. ¡Qué belleza y poder simbólico tienen estas palabras proféticas! ¡Esta es la promesa: ver a Cristo cara a cara!
¿Estás angustiado/a por las cosas que te ocurren en un mundo a la deriva? Cristo es tu Templo hoy y lo será mañana. Animémonos unos a otros con esta verdad.
El autor es editor de El Centinela
