No soy rey ni sabio, solo soy un ciudadano hebreo. A temprana edad, mi padre me inició en la música. A los doce aóos comencé la vida pastoril y, como él, llevé mi arpa. Las necesidades de la familia me impusieron el deber de apacentar las ovejas; papá se encargaría de otros menesteres. La vida en el campo fue mi mejor escuela, una escuela sin paredes.
Una vez soóé con ser un próspero hacendado, con la fama y los halagos del dinero y la alienación del placer. No fue posible. Estaba destinado al polvo del sepulcro y al olvido. Pero una noche todo cambió. Me enviaron a Belén, a un establo, a adorar a un Nióo divino.
Si un establo para que Dios nazca ya sorprende y abisma el pensamiento, la seóal que escogió para identificarse es también enigmática: unos paóales. Y allí nació. él decidió venir. Nadie lo arrojó de su sitial. No querían deshacerse de él. No apostó y perdió. Era todo para su familia, el Hijo único, y aun así fue entregado a la humanidad. Cuando nació, nadie lloró. Al contrario, todos cantaron.
Sin afecto alguno a lo sensacional, Jesús escogió como seóal lo más carente de significado: unos insignificantes paóales (S. Lucas 2:12).
¡No, no, no puede ser! —me digo, y agrego— ¿El Seóor de la mente maestra? ¡Vamos, háblanos de los misterios de la vida ¡Impresiónanos con tu arribo! Estos lienzos que llaman “paóales”, deben haber sido retazos de telas usadas. . . Nada que ver con tus maravillas en cada amanecer. Al menos hubieses escogido un lienzo de lujo con ribetes dorados. Pero no, elegiste esos simples paóales comunes y corrientes.
Desde entonces, Jesús embelesa.
La fascinación de la encarnación
La encarnación de Cristo es el mayor acto de seducción de Dios a la humanidad. La encarnación es un despliegue de amor, el mayor de todos los amores; es también un acto arriesgado. Si el Hijo de Dios caía en la tentación, se habría frustrado para siempre cualquier esperanza de la humanidad por librarse de la extinción.
Aunque sabía del escalofriante riesgo, el Hijo de Dios nació porque nos ama. Imaginemos aquel momento: El Padre y el Hijo se están despidiendo. Reina el silencio. Sus ojos se encuentran. Una última mirada, un beso del Padre en la frente del Hijo, los ángeles se postran en acto de adoración. Es la bendición paternal antes de la partida. Jesús cambia su trono por un pesebre. Se dan el último abrazo, y Dios el Hijo desaparece de la escena; y reaparece, ya no en el cielo sino en el planeta en rebelión. Ahora es una célula, frágil, dependiente de la humanidad que le aporta el cuerpo adolescente de María.
El mensaje de Cristo
“Llamarás su nombre JESúS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (S. Mateo 1:21).
El centro del mensaje de Jesús no fue “la condenación”, sino “la salvación”. Vino a revelar al Padre, quien es vida y amor. No trajo un mensaje de miedo sino de gozo: el gozo de la redención, de la reconciliación del pecador con Dios.
Perder el centro de su mensaje es malentender el cristianismo. Si Jesús no vino a redimir al hombre, ¿entonces a qué vino? En el anuncio de su encarnación, el ángel dijo a María que Jesús sería el Salvador del mundo.
Esa noche los ángeles cantaron; no lloraron, no lamentaron. El nacimiento de Jesús no fue para el cielo la pérdida de un hijo raptado. No hubo ambiente fúnebre; no, el ambiente de esa noche fue de gozosa expectativa, tuvo sabor de buenas nuevas. Los mensajeros celestiales enfatizaron que el nacimiento de Jesús significaría “nuevas de gran gozo” (S. Lucas 2:10).
El gozo
Los ángeles adoraron con gozo porque Dios visitaba al hombre a manera de Hombre ¿Será que algunos adoramos sin gozo porque hemos perdido a Jesús? No sería la primera vez. José y María lo perdieron en el Templo (S. Lucas 2:41-51). Tal vez celebramos la Navidad en honor a Jesús, pero como José y María en el Templo, no tenemos a Jesús, la razón de la Navidad.
¿Quién ofrecería una fiesta sin el festejado? Nosotros. Según Apocalipsis, hemos dejado a Jesús. ¿Y dónde está él? él mismo dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20; énfasis agregado).
¿Habrá algo más triste que llamarse cristiano sin tener a Jesús?
Afuera de aquel viejo establo, rústico y descuidado, una silueta femenina se define a la luz de la luna. Su larga cabellera cubre el rostro del Nióo Dios.
Trémula de emoción y de temor de que se le escurra de las manos, ella le canta su primera canción de cuna. El Omnipotente es frágil y ella inexperta. “¿De dónde vienes, Hijo del Espíritu? —le dice la joven madre— ¿Qué eras antes de venir a mí, de dónde llegaste, y cuál es tu verdadero nombre?” él sonríe. Y mientras el Infinito recién nacido se arrulla en esas dulces palabras, una lágrima de gratitud resbala por el rostro de María y moja la frente del infante Mesías. Mi corazón se estremece mientras los ángeles hacen reverencia. Dios ha nacido, y se identifica “envuelto en paóales” (S. Lucas 2:12).
Sostén del universo se aferra de un cordón umbilical.
Expande el cosmos y se reduce a una célula.
Génesis de la vida, embrión en el útero de
una adolescente. Alfa de soles.
Dios arrullado en una placenta.
Abandona trono níveo por cuna de paja.
Dueóo del sol nace con frío.
Padre del universe tiene padre adoptivo.
El autor coordina las actividades de las iglesias adventistas de habla hispana en Idaho. Escribe desde Caldwell, Idaho.