La encarnación del Hijo de Dios es digna de reflexión. El Creador quiso vivir con los hombres, y lo hizo en forma humana. No vino como Adán, porque Adán fue creado. Ni como el hombre común, quien proviene de hombre y mujer: procreado. Vino como solo Dios podía venir: por encarnación.
Jesús no fue como nosotros. él poseía dos naturalezas: la divina, sin pecado; y la humana, con las debilidades innatas del hombre.
Un ángel le dijo a María que le nacería “el Santo Ser”, y que sería llamado “Hijo de Dios” (S. Lucas 1:35). Ningún otro nacido de mujer merece este título. San Pablo dice que Jesús fue semejante a los hombres, y que antes de su encarnación era igual a Dios (ver Filipenses 2:5-8). Semejante no es lo mismo que igual.
Como cualquier hebreo, Jesús tuvo que conocer a Dios mediante la observación de la naturaleza, las Escrituras y la oración. Tuvo que aprender un oficio. Padeció bajo el régimen romano que mandaba en su tierra. Lloró la pérdida de familiares. Sufrió la pobreza y lidió con las dificultades y las tentaciones.
¡Oh, prodigio de la encarnación! El descenso del Eterno al nivel de la criatura humana desafía la más fecunda imaginación. No hay mayor despliegue de humildad.
Y así comienzan las buenas noticias: Una joven encinta y un carpintero nazareno buscan lugar en el mesón de la ciudad de David y no lo encuentran. Y ahí donde nacen los corderos, en un establo, nace “el Cordero de Dios”. El Eterno ha adquirido la naturaleza humana para poder morir; tal es el destino de los corderos, tal es el destino del “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29). Es la plenitud del amor. ¡Maravillaos, oh cielos! ¡Asómbrate, oh tierra!
El autor es director de El Centinela.