Cuando era niño, me gustaba jugar en las escaleras del edificio de apartamentos donde vivía mi abuela Zoila. Estábamos allí durante las vacaciones de Navidad. Las escaleras eran espaciosas y bien iluminadas, y la arquitectura se prestaba para disfrutar, porque el edificio estaba construido de tal forma que el viento y la luz podían pasar entre las aberturas que había en ciertos lugares. Un día oí que desde la puerta del apartamento mis padres me llamaban: “¡Rafael! ¡Rafael!”, pero el juego de subir y bajar las escaleras mientras disfrutaba de la rica brisa que entraba por los adobes del edificio, en el atardecer de Maracaibo, Venezuela, era muy divertido, y desoí su llamada.
En ese momento mi abuela salía del ascensor, el que solo se detenía en los números pares; por lo tanto, para llegar a su apartamento mi abuela tenía que subir o bajar. Esta vez decidió ir hasta el cuarto piso, luego subiría caminando hasta su apartamento en el quinto piso. Ella me saludó con ternura, puso sus suaves manos sobre mi cabeza y, en ese momento mis padres me llamaron de nuevo. Mi abuela me dijo con firmeza:
—Papá y mamá llaman. Creo que es hora de obedecer y regresar a casa.
—¡No! ¡No quiero!
Mi abuela tomó tiempo para darme una lección:
—Querido, esto no es opcional, es un mandato, y no solo yo lo digo, sino que está escrito en la Biblia. Las palabras del quinto mandamiento resonaron por primera vez y se me quedaron grabadas: “Honra a tu padre y a tu madre” (éxodo 20:12). Mi abuela no solo se quedó allí, sino que añadió:
—Cuando honras a tus padres y eres obediente, se cumple en ti la promesa de Dios.
—¿Cuál promesa? —pregunté—. Ella agregó: “Para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”.
Entonces me quejé:
—Papi y mami nunca me dejan hacer lo que quiero.
Ella me miró con ternura y me dijo:
—Hijo, deja de protestar. Sé obediente y estarás bien, y recuerda: “Padre y madre, aunque sean de vinagre”.
Al principio no entendí aquel dicho popular en mi país, Venezuela, pero, al paso del tiempo reconocí que mi abuela tenía razón. Somos bendecidos por tener padres, y recibimos bendiciones adicionales cuando los honramos.
Tal vez mientras lees esta edición de El Centinela estás preparándote para la conmemoración del Día de Acción de Gracias, un día especial para convivir con la familia y los amigos. Por eso quiero motivarte a que agradezcas a Dios por tus padres.
Tal vez dirás: “¡Yo no puedo dar gracias a Dios por mis padres! Ellos son amargos como el vinagre. Nuestra relación no ha sido buena; por su culpa tuvimos un hogar disfuncional y llevo dolorosas huellas emocionales”. Entiendo tu sentir, pero, recuerda: “Padre y madre, aunque sean de vinagre”. Si quieres recibir la bendición de Dios atesorada en el primer mandamiento con promesa, te exhorto a que los honres (éxodo 20:12).
Considera estos tres conceptos implícitos en este mandamiento.
Perdonar a los padres
La paternidad no es fácil. Algunos padres han cometido errores costosos. Si ese es el caso de tus progenitores, perdónalos. Nada se gana con el rencor. El primero en ser perjudicado es el rencoroso. Tal vez tus padres llevan cicatrices que los indujeron a tomar decisiones perjudiciales; sin embargo, recuerda que ellos han sido también víctimas del dolor que alguien les causó. Por esa razón, si los perdonas los estarás honrando. El apóstol Pablo nos aconseja: “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).
Amar a los padres
Aun cuando tus padres hayan cometido errores, decide amarlos. Recuerda, “padre y madre aunque sean de vinagre”.
El amor no es solo un sentimiento, amar es también una decisión consciente y racional. Si quieres honrar a tus padres, aprende a amarlos. El doctor Efraín Duany, especialista en familia, declara: “La tarea más importante que tenemos los seres humanos es aprender a amar”. Si tus padres viven, aún tienes tiempo para aprender a amarlos a pesar de los defectos que puedan tener, así como Cristo decidió amarte a ti. Recuerda la mayor declaración de amor registrada en la Biblia y parafraseada en estas palabras: “Dios te amó tanto que envió a su Hijo a morir por ti” (ver S. Juan 3:16).
Disfrutar su presencia
Además de perdonar y amar a tus padres, disfruta su presencia, sal con ellos a comer o a pasear, o dales algún regalito. Si vives en otro lugar, conversa con ellos por teléfono y sin prisa. Eso les permitirá saber que te interesas en ellos y los amas; así estarás cumpliendo con el quinto mandamiento.
Algún día tus “viejitos” no estarán; por eso, perdónalos, ámalos y disfruta su presencia en esta temporada de acción de gracias. Aunque tu “padre y madre sean de vinagre”, son los que Dios te dio, y él desea que los honres.
Concluyo esta reflexión honrando el recuerdo de mi abuela, Zoila Espina, y la vida de mis padres, José y Auristela Escobar, por quienes agradezco a Dios intensamente cada día.
El autor es ministro adventista. Escribe desde Poinciana, Florida.