“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, á cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra…” Jesucristo, en San Mateo 5:38-39.
El evangelio según Hollywood
En la página de espectáculos de un periódico se inscribe con grandes caracteres el anuncio del estreno de una película: “Regresa Gibson POR VENGANZA”. El comentario informa que el protagonista de “Al filo de la oscuridad” es el detective de homicidios Thomas Craven (Mel Gibson), y que después de treinta años de carrera asesinan a su hija, Emma, de 24 años. Tras esta trágica pérdida, decide implicarse en la investigación y descubre un sistema corrupto que ha acabado con la vida de la persona a quien más quería. Así pues, con mucha acción, suspenso y efectos especiales, la película va transitando por la vía de la venganza hasta que el “héroe” hollywoodense acaba con todos los criminales asesinos de la hija.
El camino de la represalia violenta y justiciera es una prédica que los productores de Hollywood no se cansan en repetir. Hay un género de películas que sigue siempre el mismo guión trillado, con variantes menores. Se inicia con un ataque al héroe, a quien le matan la esposa, un hijo o toda la familia, para luego seguir, en todo el largometraje, la consumación de la venganza. Así, el héroe va eliminando a todos los “malos” con alevosía, y por lo general con una violencia superior a la que emplearon contra él mismo. Toda la venganza es urdida con un despliegue notable de astucia, mucha sangre y crueldad. El evangelio de Hollywood no reza “ojo por ojo y diente por diente”, sino “ojo por los dos ojos y toda la dentadura”.
La venganza es una “diosa implacable que solo sonríe sobre las tumbas” (Rivera), que denuncia y pone de manifiesto lo más perverso de la naturaleza humana, despierta lo bestial que anida en las zonas oscuras del alma, esa fermentación del odio que todo destruye, incluso al mismo vengador. Alguien dijo que “la venganza es un plato que se sirve frío”. Hay que decir que esta es la forma más indigesta, la peor manifestación de la ferocidad, ya que allí la venganza es premeditada y el rencor madura en actos de atrocidad mayor.
El Diccionario de la Real Academia Española define venganza como “la satisfacción que se toma del agravio o daños recibidos”. En un mundo ideal, si el ofendido respondiera con el mismo débito que el recibido, reinaría cierto grado de justicia, pero ocurre que el vengador, al replicar la ofensa recibida, busca una compensación excesiva por el mal sufrido. Para interrumpir esta secuencia de venganzas interminables apareció la justicia, las leyes, los tribunales y jueces que imponen las sanciones a los violentos. Es la forma civilizada de impedir que los huracanes recurrentes de odio desbasten la sociedad.
“El limpiador del alma”
“El limpiador de tu alma es el perdón. Deberás usarlo todo el tiempo, apenas veas una impureza, aplícalo. No te acuestes nunca sin haber pedido perdón y sin haber perdonado. El resultado será que en paz te acostarás y asimismo dormirás y tu sueño te sustentará” —Autor anónimo.
La poesía “Embellece tu alma” encierra una gran verdad: enseña que la purificación interior se obtiene por medio del perdón. Esto es cierto, porque si bien la justicia puede dar un grado de satisfacción al castigar a los malhechores, no siempre logra extirpar el rencor o el resentimiento que emerge en el alma cuando se es objeto de un agravio cruel o doloroso. El rencor es una trampa urdida por las desgracias, que todo lo corrompe. Cuando la voluntad claudica y se deja caer en el abismo de la venganza, domina el imperio de las sombras. Entonces se instala la tiranía del odio, con todos sus venenos.
En un estudio clásico sobre el tema, Max Scheler describe el resentimiento como “una intoxicación psíquica”, una especie de “veneno, extraordinariamente contagioso” o un estado de “envenenamiento” y de “venenosidad interna”.1 De allí, pues, el sentido curativo que tienen esas conocidas palabras paulinas: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26). En definitiva, lo que reclama es no caer en el rencor. El problema no es el odio ni el enojo, sino permitir que este se arraigue y perpetúe. El gran remedio para el rencor es el perdón. Sin perdón somos esclavos del odio y de este cáncer del alma que como metástasis avanza y corroe todas las potencialidades de la vida.
El perdón ha sido generalmente definido como la renuncia de parte del injuriado de agraviar con posibles conductas vengativas2 o la “capacidad que posee un individuo de convertir una injusticia en una relación de amor para con otros”.3 Para Rita Cabezas, perdonar no es un sentimiento ni una emoción, sino algo sujeto a la voluntad.4 No se puede extirpar la irritación o el malestar que deja el ultraje y sustituirlo automáticamente por la aceptación pacífica. Las emociones no se fabrican. La paz del alma la concede Dios. Sin embargo, uno puede decidir y ejercer una voluntad perdonadora, aunque todavía persista el enojo.
Es necesario aclarar que cuando se perdona, el primer beneficiado es uno mismo. Es posible que al otro no le importe mi perdón, ni quiera recibirlo, sin embargo, el perdón es válido aunque falte la reciprocidad, por el servicio que presta al yo. Cuando no perdonamos, el agresor se instala en el interior de uno mismo, y se repite la ofensa o la humillación cada vez que recordamos el hecho. El perdón pone fin a esta tortura permanente.
Por este motivo, el perdón, desde el punto de vista bíblico, significa “conversión” (del gr. metanoia, cambio de mente), una purificación interior.
La imagen bíblica del perdón se da en el Mesías que habría de venir, representado en la figura del “cordero”. Los rituales del Santuario judío, donde se sacrificaba un cordero sin mácula, símbolo de la pureza y la inocencia, ofrecido por el pecador arrepentido, representaba al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, a Jesucristo (S. Juan 1:29). Está relacionado con la expiación y la purificación. En el Nuevo Testamento, los términos griegos aphesis y aphiëmi significan remisión, libertad (S. Lucas 4:18), dejar, despedir (1 Corintios 7:11, 12) o permitir (Apocalipsis 2:20). También se usa la palabra carizomai, que proviene de caris, que significa gracia. Implica apartarse del mal camino, desertar, dimitir y enviar adelante, que es un envío hacia la esperanza.
“El que se dedica a la venganza conserva frescas sus heridas”,5 decía Francis Bacon. Pero el perdón cicatriza las heridas del alma. En todo caso habría que decir que el perdón es la venganza de los buenos. Por eso, el distinguido fraile dominicano Henri Lacordaire recomendaba: “¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona”.6
El autor es doctor en Psicología y ejerce como docente en la Universidad Adventista de Montemorelos, México. Si usted desea comunicarse con él, puede hacerlo a la siguiente dirección electrónica: www.mpereyra.com