Sus chispeantes ojos negros escondían una tristeza que intentaba disimular con una sonrisa tímida. La conocí en Yuma, Arizona, tierra caliente, ahora inhóspita para los hispanos del otro lado de la frontera. Nacida en El Salvador, acunada en la miseria, de niña solo tuvo un sueño: comprarle una casa a su madre. La había visto trabajar de sol a sol, durante años, lavando ropa ajena, para darle de comer a ella y a sus cinco hermanos. Hay hijos que hacen lo impensado para aplacar la culpa por el dolor de quien los trajo al mundo.
Pero para cumplir su sueño, debía emigrar al país de los sueños, “a ese lugar donde uno trabaja duro, pero come, y además puede mandar unos pesitos a sus seres queridos”. No había visto pasar su adolescencia cuando caminó más de doscientos kilómetros para llegar a Arriaga, en el Estado de Chiapas, México, y treparse al techo del tren que la llevaría a la frontera norte de sus ilusiones.
Finalmente, después de mucho intentar, logró pasar “al otro lado”. Y trabajó duro en la cosecha de la lechuga, y mandó dinero a su madre… y conoció “el amor de su vida”. Se casó, y tuvo dos hijos. Pero en esas curvas del destino, su esposo conoció la muerte, y ella, el dolor de la soledad. Fue en esos días cuando la conocí. Yo estaba enseñando la Biblia en el campo, en el verano de 2007.
—Padre [pensaba que yo era sacerdote], lo único que me consuela es saber que mi José está en el cielo. Él bajó dos veces a mi casa; yo lo vi de cuerpo entero.
Cleotilde, crecida en la fe católica, creía que las personas viven después de muertas. Pero las Sagradas Escrituras dice que solo Dios es inmortal. Él es “el único que tiene inmortalidad” (1 Timoteo 6:16). En ningún lugar la Biblia describe la inmortalidad como una cualidad o estado que el hombre posee en forma inherente. Ni una sola vez la Escritura asigna esta condición al hombre. Por lo tanto, a diferencia de Dios, los seres humanos somos mortales. La Sagrada Escritura compara la vida del hombre con la del “soplo que va y no vuelve” (Salmos 78:39). El hombre “sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece” (Job 14:2).
Dice la Biblia que “Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). La creación nos revela que el hombre obtuvo vida de Dios (compárese con Hechos 17:25, 28; Colosenses 1:16, 17). La conclusión es entonces que la inmortalidad no es un atributo humano sino un don del Creador.
¿Pero dónde está José? Le expliqué a Clotilde que José descansaba. El sueño es la metáfora que usa la Biblia para referirse a la muerte. La muerte es un estado de inconsciencia temporal mientras la persona espera la resurrección. A este estado intermedio, la Biblia lo llama repetidamente “sueño”. Le mostré que el Antiguo Testamento, refiriéndose a la muerte de David, Salomón y los demás reyes de Israel y de Judá, dice que “dormían con sus padres” (1 Reyes 2:10; 11:43; 14:20, 31; 15:8; etc.). También Job se refirió a la muerte como “un sueño” (Job 14:10-12); lo mismo David (Salmos 13:3), Jeremías (Jeremías 51:39, 57) y Daniel (Daniel 12:2).
Le referí también a Cleotilde que el Nuevo Testamento usa la misma palabra “sueño” para designar la muerte. Al describir la condición de la hija de Jairo, que estaba muerta, Jesús dijo que ella dormía (S. Mateo 9:24; S. Marcos 5:39).
Finalmente, Cleotilde halló consuelo cuando leyó que el sueño pone fin a todas las actividades del día (Eclesiastés 9:10), pero que anticipa un despertar: “Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida” (S. Juan 5:28, 29).
Entonces Cleotilde quedó en paz. Nació en ella la esperanza de la segunda venida de Cristo.