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Acabo de recibir un mensaje por correo electrónico de un estudiante doctoral taiwanés a quien tuve el privilegio de orientar en su tesis doctoral. Después de recibirse de doctor en Pedagogía regresó a su país, y ahora me dice que acaba de aceptar un puesto en una universidad china para enseñar inglés como segundo idioma y dar clases en pedagogía de idiomas. Quería que yo supiera cuánto agradecía lo que hice por él.

Este no es el único estudiante que, al encontrarse conmigo años después, me dice cuánto impacté en su vida como profesora. Siempre me maravillan estos encuentros, ya que al rastrear mi memoria, nunca doy con “aquello” que para ellos fue un momento transformador en sus vidas.

En otro de estos encuentros, me encontré con una estudiante que había tomado una clase sobre el tema del perdón que enseñábamos juntas una colega y yo. Durante la clase, esta joven se mostraba indiferente a todo y a cualquier intento de “captar” su atención. Yo notaba que nos resistía. Dos o tres años después me encontré con ella, y me detuvo para decirme que nuestra clase había transformado su vida, que poco después de tomar esta clase había tenido un encuentro con su padre, al que pudo por fin perdonar por haber abandonado a la familia años antes. Esto se ha repetido con otros estudiantes que experimentaron transformaciones luego de tomar una clase con un profesor o una profesora cristiana.

Desde luego que estas revelaciones vividas por mis estudiantes tienen mucho más que ver con ellos que conmigo. Como su profesora, me toca presentarles la materia y hacer lo posible (y a veces lo imposible) por ayudarles a aprender. Pero es el transcurso de la vida la que puede ayudar al estudiante a ver la relevancia de lo que yo, como profesora, intento enseñar. La enseñanza siempre es un acto de sembrar; la cosecha la logra el tiempo, la experiencia y algo mucho más allá de lo terrenal.

Pero, ¿qué exactamente se siembra? Pienso que la respuesta va más allá de la materia impartida. Por cierto, lo que ocurre en un aula no es lo mismo que programar una computadora, es decir, meter y sacar información. Se trata más bien de una interacción entre seres humanos que traen consigo un historial, las experiencias vividas y sentidas, así como deseos, destrezas y preferencias. Cuando la enseñanza es exitosa, siempre existe una resonancia de vivencias y pareceres que abre el camino para revelaciones cada vez más profundas acerca del yo, del mundo y de Dios.

Además, cada estudiante trae diversas maneras de aprender, lo que en la pedagogía se llama “inteligencias múltiples”. Algunas personas son más visuales, otros más táctiles, otros más auditivos. Ninguna de estas inteligencias es superior a la otra, sino, más bien, le ofrecen al profesor oportunidades de presentar la materia de diferentes maneras para alcanzar a la mayoría de sus estudiantes. La comprensión de esta diversidad contribuirá al fenómeno que experimentan muchos profesores al sentir que tanto o más aprendieron de sus alumnos, que los alumnos de ellos.

El profesor Parker J. Palmer propone que la enseñanza se mueve en espacios de tensiones entre elementos opuestos. Tanto uno como el otro de estos elementos pide del estudiante tomar el riesgo de lanzarse a la arena de una conversación nueva, llena de escollos, pero también de expansivas posibilidades. Es por ello que el aula ha de ser:

Un lugar cerrado y abierto. Cerrado por los límites fijados por un texto o un libro de texto, pero abierto a la libertad de expresión no solo del profesor sino de los estudiantes.

Un espacio hospitalario a la vez que “cargado”. Es decir, un lugar donde el estudiante se sienta seguro de poder expresarse, pero dentro de un espacio bien poblado de temas que no le permitan aburrirse, por un lado, o sentirse expuesto sin ninguna protección por haber expresado una opinión novedosa.

Un espacio en que se invita a la voz individual y la del grupo. El estudiante debe poder encontrar su voz auténtica, incluso si el grupo aprueba o no esa voz. El temor de ser desaprobado por el grupo no debe impedir que cada estudiante se sienta seguro al expresarse. Por otra parte, tiene que haber maneras en que el grupo pueda afirmar o cuestionar la voz del individuo. El papel de la profesora es recordar y aclarar al grupo lo que ha dicho el individuo para abrir espacio a la posibilidad de cambio de percepciones. Palmer dice que sin este intercambio no podrá existir lo que llamamos el proceso educativo.

Un espacio donde hay lugar para las “pequeñas historias” de cada individuo, así como para las “grandes historias” del temario que se estudia. En el caso del tema del perdón, mi estudiante no pudo ver la relevancia de esa clase hasta que se vio obligada a usar los principios del perdón al enfrentarse con su padre. Allí, en el encuentro entre su historia “pequeña” y la “grande” de nuestra clase, se produjo el milagro de la educación.

Un espacio que apoya “la soledad” (el trabajar solo), rodeado de muchos recursos. El aprendizaje necesita de la soledad, tiempo para que el estudiante reflexione y absorba, para que el yo interior del estudiante no se sienta “violado”. Por otra parte, el aprendizaje se hace en comunidad, un intercambio dialógico en que nuestra ignorancia se da a conocer, se ponen a prueba nuestras ideas y se presentan desafíos a nuestros prejuicios, expandiendo así nuestro conocimiento.

Un espacio que invita tanto al silencio como a la palabra hablada. A veces sentimos que si no estamos hablando en todo momento, no se realiza el proceso educativo. Dar lugar a la reflexión en silencio puede dar ricos frutos a la hora de hablar.1

En la tensión eficaz entre esta serie de polos opuestos se realiza un proceso sagrado de crear hombres y mujeres de carácter y de convicción. Ese es el alto llamado de la docencia y, en particular, de la docencia cristiana. Cuando Elena G. de White habla de la relación entre la educación y la redención, se refiere precisamente a este espacio sagrado que es el aula en que la semilla divina se siembra y cultiva, “esa Vida que era la luz de los hombres” (S. Juan 1:4),2 y que sigue siendo el más alto llamamiento de la docencia cristiana.

Hay elementos clave que no deberían faltar en toda buena educación*:

  1. Enseñanza personalizada.
  2. Normas educativas elevadas y medibles.
  3. Evaluación constante.
  4. Pedagogía adaptativa.
  5. Enseñanza multicultural y antirracista.
  6. Desarrollo profesional del docente.
  7. Padres comprometidos con la escuela.
  8. Tecnología.
  9. Seguridad y disciplina.
  10. Toma de decisiones democrática.

* Business Roundtable y el Instituto para Educación Democrática en América (IDEA, por sus siglas en inglés).

La autora es escritora, conferenciante y profesora de Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de La Sierra, en California.

1. Parker J. Palmer, The Courage to Teach (San Francisco, CA: Jossey-Bass, 1998), pp. 74-77.

2. Elena G. de White, La educación, p. 27.

Sembradores de lo divino

por Lourdes Morales-Gudmundsson
  
Tomado de El Centinela®
de Octubre 2019