Alberto es un empresario de 41 años de edad. El ambiente laboral en el que se desenvuelve es, de acuerdo con su propia definición, “un nido de víboras”. A las constantes “serruchadas de piso” de parte de sus compañeros se suma la impotencia que le produce la cuota de servilismo que debe poner a los pies de un jefe alcohólico e inepto. A esta insatisfacción laboral se suma una crisis matrimonial. Las tensiones que soporta son tan grandes que con frecuencia practica el sexo solitario en procura de alivio.
Josefina es empleada doméstica. Hace cinco años cruzó la frontera de México con su pequeño hijo. La pobreza y la dureza de la vida en el nuevo país la convirtió en una mujer sombría y violenta, que maltrata a su pequeño cada vez con más frecuencia, cada vez más intensamente, cada vez por cosas más insignificantes.
Cristina vive en una zona residencial. La desbordan los desafíos que representan sus dos hijos adolescentes, quienes sienten que no son ni hispanos ni anglosajones. Discriminados, en su rebeldía los chicos se refugian en una pandilla. Por otra parte, las indelebles huellas que el tiempo va dibujando en el rostro de Cristina, la despreocupación de su marido por ella, los fantasmas de una posible infidelidad de él, y muchas otras cosas la empujan a fumar cada vez más, a comer compulsivamente y a pasar más tiempo hipnotizada frente al televisor.
Tres historias y un mismo destino: la adicción como una forma de suicidio.
Tal vez las adicciones sean, conscientemente o no, una especie de suicidio en cuotas, gradual, inexorable, el camino que eligen seres humanos sensibles e inteligentes que calculan con precisión y angustia la distancia insoportable entre lo que podrían llegar a ser y lo que son.
Si todo comportamiento adictivo es, conscientemente o no, un intento de evadir una realidad lesiva o inaceptable, o de sobrellevarla mirando hacia otro lado, la única respuesta válida para la adicción sería ir a la fuente misma de la insatisfacción que provoca el hecho de vivir.
En este número intentamos aproximarnos a la dura realidad de la adicción (pp. 4 y 18) desde nuestra irrenunciable convicción: Dios es la fuente de la verdadera satisfacción. Porque, como le dijo Jesús a la mujer samaritana, “el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (S. Juan 4:14).