A veces la pregunta cambia su forma, pero nunca su esencia: Si Jesús estuviera en la tierra hoy, ¿sería aficionado a las series de televisión? ¿Vería, digamos, Sábado gigante?, ¿o invertiría tiempo mirando Nuestra belleza latina? Podríamos extender las preguntas a otras áreas. Por ejemplo, ¿sería Jesús seguidor de algún gran equipo de fútbol o de baloncesto? ¿Cuál sería su marca de auto preferida? ¿Tendría él mismo un programa de televisión y solicitaría donaciones millonarias para sostenerlo? ¿Cómo usaría su fama?
Mientras me formulo estas preguntas, me doy cuenta de que la cultura en la que vivo produce en mí ciertos intereses que no se parecen a los que guiaban a Jesús. Trato de imaginarme al Maestro sentado durante dos horas mirando Sábado gigante, comiendo palomitas de maíz y admirando modelos despampanantes. Francamente, la imaginación se me bloquea. Lo suyo era aliviar el corazón cargado, sanar al doliente, traer al rebelde de vuelta a Dios. Él vivió para los demás, jamás para sí mismo. “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (S. Juan 4:34), les dijo a sus discípulos.
Esto me lleva a pensar en sus seguidores. ¿Cómo deberían relacionarse con el mundo en que viven? Un día Jesús pronunció unas palabras inquietantes y misteriosas. Dijo: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino. Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote… Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (S. Lucas 12:32-34). ¿Qué quiso decir Jesús con estas palabras?
Aquí Jesús define a sus seguidores. Los llama “manada pequeña” y dice que éstos tendrían los mismos gustos que él. Estas personas no tienen tesoros ni intereses que los aten a esta tierra. Es decir, no tienen dioses ajenos en este mundo.
Lo chocante de las palabras de Jesús es que son una bofetada directa a la cultura en la que vivimos. Porque esta es una cultura especializada en fabricar dioses para que tú y yo los adoremos. Un dios es todo aquello a lo que me aferro para tratar de ser feliz. El dinero puede ser un dios, como también el sexo, o la búsqueda de fama. Los espectáculos, el afán de poder, la farándula, todas estas cosas son parte de un sistema creador de dioses falsos.
Pero Jesús dice: “No temáis, manada pequeña… Vended lo que poseéis y dad limosna…”. Jesús visualiza un pequeño grupo de seguidores que se despoja de sus dioses ajenos. Los llama “manada pequeña”, porque, obviamente, no son muchos.
Chocante, ¿verdad? ¿Quién quisiera seguir a un Jesús que nos arrebata el placer de los dioses materiales? ¿Cómo podría yo disfrutar de la vida sin el poder estimulante del erotismo que emana de la televisión y el cine, sin el poder sedante de la música rebelde y sensual? ¿Cómo podría mi vida tener significado sin las cervezas que me relajan, sin las fiestas de fin de semana, en fin, sin los placeres que la sociedad en la que vivo me ofrece?
“Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”, dijo Jesús. ¿Cuál era el principal tesoro de Jesús? Sus tesoros principales eran su Padre y los perdidos que vino a buscar. Jesús vivía para su Padre celestial (S. Juan 14:10) y para salvar a los pecadores como tú y como yo (S. Lucas 19:10). Y él vino a esta tierra para establecer un grupo de seguidores, una “manada pequeña” cuyo corazón también estuviera ligado a su Padre.
Esto me lleva a preguntarme: ¿qué significa eso en mi propia vida? ¿De cuántas cosas debo abstenerme? ¿Qué acerca de las diversiones y otras cosas que me dan placer?
Ese es el problema, que mis preocupaciones jamás escapan a la cultura del entretenimiento en que vivo. Mi interés es pasarla bien. Temo que alguien o algo se me atraviese en el camino y me impida experimentar placer. Mis preocupaciones tienen que ver con mi bienestar carnal y con mis dioses. Los necesito desesperadamente.
En cambio, a Jesús lo preocupa otra cosa. Lo preocupa la gran guerra entre el bien y el mal, una guerra cuyo resultado final será el triunfo de Cristo. Cuando esa guerra termine, todos los dioses que esclavizan a la raza humana llegarán a su final y Dios establecerá su reino de gloria, un reino de justicia y pureza perpetuas.
Por eso Jesús vino la primera vez. Lo hizo para establecer su iglesia, su “manada pequeña”. Sería un grupo de personas libres de dioses falsos cuyo corazón estaría ligado al Padre celestial. Al igual que Cristo, la mayor preocupación de este grupo es la gran guerra entre el bien y el mal.
Son un grupo profundamente amado por Dios, pero Satanás los odia con saña: “Entonces el dragón se llenó de ira contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apocalipsis 12:17). La mujer representa la iglesia. Y “el resto de la descendencia de ella” son los seguidores de Cristo. Se les llama “resto” porque todas las demás personas se han alejado de Dios. Solo quedan ellos. Mientras la sociedad en su totalidad se burla de la idea de obedecer a un poder superior, este pequeño grupo se somete al Dios del cielo. Son “el resto”.
Otra palabra que podríamos usar para calificarlos sería “remanente”. En una sociedad dedicada a los deportes, al placer, al entretenimiento y a la acumulación de posesiones materiales, habrá un remanente cuyo único Dios es el Dios del cielo.
Cuando pienso en este remanente, en este “resto” o “manada pequeña”, me pregunto si no serán personas aburridas, tristonas, incapaces de conectarse con la sociedad. Entonces pienso en Jesús, el fundador de este grupo. Lejos de ser aburrido, Jesús ha sido el hombre más interesante que jamás pisó este planeta. Era humilde pero no era débil. No dependía de dioses falsos como el dinero, la fama, el poder o el entretenimiento; sin embargo, las multitudes se sentían atraídas hacia él. ¿Por qué? Porque había en él una riqueza genuina, un poder verdadero y una fama santa.
Se puede ser rico sin ser esclavo del dinero; famoso sin ser esclavo de la fama; y poderoso sin buscar el poder. Se puede gozar de la vida sin ser esclavo del placer barato. Es decir, podemos experimentar placer sin necesidad de manchar el corazón. El remanente de Dios, la “manada pequeña” de Jesús, disfruta como nadie más. Son las personas más felices, más interesantes, más normales y sensatas que hay en este mundo.
Y lo son, porque han sido liberadas de los dioses falsos. En ellas habita el poder de lo alto. Pueden perder su casa por una crisis económica, y sin embargo no pierden su paz interior. Pueden sufrir adversidad, pero tienen gozo. Viven victoriosos, porque son libres en Cristo. Sus bocas no hablan mentira. Sus corazones son transparentes. Cuando termine la gran guerra entre el bien y el mal, este grupo cantará “un cántico nuevo delante del trono” en el cielo. Cantarán el himno de la victoria final. (Apocalipsis 14:1-5).
Ahora pienso en ti, querido lector: ¿Deseas ser libre de tus dioses falsos? ¿Te atreverías a ser parte del remanente de Dios? No lo puedes hacer por ti mismo. Pero lo puedes hacer mediante la gracia de Cristo. Al fin y al cabo, para eso vino él a esta tierra: para llamarte a ser parte de su “manada pequeña”. Él te está buscando. Cuando toque a la puerta de tu corazón, ábrele.
El autor es escritor y pastor de iglesia. Escribe desde la ciudad de Portland, Oregón.