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Los niños son capaces de imaginar cualquier cosa. Pueden transportarse a lugares que nunca han visitado y sumergirse de tal manera en una escena, que ésta se convierte en algo sorprendentemente real. Cuando dejamos de ser niños, en gran medida perdemos esta habilidad, pero siempre nos queda algo.

Quiero pedirle ahora que use su imaginación. Deseo que venga conmigo a un lugar que ni usted ni yo hemos visitado. No se trata de un lugar de un libro de cuentos de hadas. No, es algo muy real. Pero para muchos, no tan real como debiera ser.

El lugar que deseo que visite conmigo en los próximos instantes es un lugar llamado “cielo”, y más tarde, un lugar llamado la “Tierra Nueva”.

La mayoría de los cristianos se percatan de que en alguna zona remota del universo se encuentra un lugar llamado cielo. Pero para muchos, el cielo se encuentra en el futuro distante, no se aplica a lo actual. Podemos ver y tocar el ambiente inmediato en que vivimos cada día. El cielo está fuera de nuestro campo visual y nuestro alcance físico. Nuestra vida es tan agitada y tan compleja que apenas podemos mantenernos al día con lo que sucede a nuestro alrededor, muchos menos contemplar este lugar que nunca hemos visto.

Tenemos 70, 80 o 90 años de vida sobre esta tierra. Quizá lleguemos a los 100. Y la vida pasa a una velocidad enceguecedora. Cuando nos parece que apenas estamos comenzando, se termina. Estimado lector, este mundo es demasiado transitorio. El cielo, seguido por la Tierra Nueva, es nuestro hogar genuino y definitivo. Allí pasaremos cientos, miles, millones y trillones de años, toda una eternidad sin fin. Así que quizá nos convendría meditar un poco sobre el lugar donde pasaremos el resto de nuestra vida.

El primer versículo de Apocalipsis, capítulo 21, nos presenta “un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron”.

Imagínese el cielo, mi amigo. Imagínese Apocalipsis 21, versículo 4: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”.

Imagine la ausencia de lágrimas. Imagine la ausencia de la muerte. Imagínese que ya no existe el dolor, ni el clamor ni el llanto. Es muy probable que su corazón se ha desgarrado ante la tumba de un ser querido, quizá ha clamado involuntariamente por causa de un dolor físico o emocional insoportable, quizá ha llorado hasta caer exhausto cuando el mundo ha parecido derrumbarse a su alrededor. ¿Se imagina vivir en un lugar donde jamás se llorará, y ni siquiera habrá deseos de llorar?

Imagine especialmente un lugar donde no existe la muerte. Imagine saber que usted mismo nunca morirá. Nunca. Jamás. Un lugar donde la ancianidad no significa acercarse al fin. Donde podrá amar a otras personas sin el constante temor de perderlas, de saber que un día uno tendrá que despedirse de ellas por causa de la muerte. Un lugar donde no habrá cementerios, ni funerarias ni funerales. Un lugar donde la gente no muere, los animales no mueren, las flores no mueren, las hojas no caen de los árboles. Un lugar sin seguro de vida ni testamentos.

Imagínese entonces un lugar sin conflictos, un lugar donde todas nuestras relaciones nos producen únicamente gozo. En las relaciones más íntimas de esta vida, experimentamos tensión, desacuerdos y desencuentros en el mejor de los casos. En el peor de los casos experimentamos conflictos, abuso verbal, físico y emocional, divorcio y separación. Imagínese un lugar donde todas nuestras relaciones funcionan perfectamente y nos producen un gozo profundo y duradero. Imagine que obtiene todo lo que alguna vez deseó o anheló en el amor o las amistades, y que tendrá esa satisfacción por toda la eternidad.

Imagine un lugar donde ya no tendrá que experimentar un estrés constante. Esta vida nos agota con sus presiones incesantes, con sus apuros, sus revuelos y sus preocupaciones. La mayoría de nosotros avanza tambaleándose a través de una sucesión interminable de días que siguen a noches de insomnio. Trabajamos duro todo el día. Muchos nos sentimos perpetuamente cansados y a punto de caer agotados. Imagínese un lugar donde el ritmo de su vida es pausado, donde nunca se siente presionado, donde nunca lo apuran, donde nunca se siente abrumado por tener que hacer mucho más de lo que el tiempo le permite. Imagine que se siente lleno de energía a la vez que tranquilo, emocionado pero sin tensiones. Imagine que tiene todo el tiempo que necesita para hacer lo que quiere hacer. Imagínelo, amigo lector. Tal lugar es real, y pronto será suyo.

Imagine un lugar donde nunca tendrá que luchar contra impedimentos que lo frenan. Imagine un lugar que permanentemente elimina todas esas palabras que comienzan con la letra “d”: desánimo, desilusión, depresión, deudas, divorcio. Imagine un lugar donde su personalidad permanece en perfecto equilibrio, donde no tenga que luchar con la carga negativa de su pasado, donde no se encuentra constantemente frustrado en su progreso por sus propias limitaciones.

Imagine un lugar donde no tenga que librar más batallas espirituales, sino que pueda disfrutar del crecimiento espiritual y de la comunicación personal y directa con Dios. Imagine un lugar donde no sea tentado jamás, ni por los deseos de su propia naturaleza pecaminosa, ni por el diablo y sus secuaces. Imagine no sentir nunca más el impulso degradante del egoísmo.

Imagine no tener que enfrentar jamás un momento de aburrimiento, porque su lista de actividades no tiene fin. Imagine poder viajar libremente por todo el universo; poder presentarle a Dios sus interrogantes más profundos. Imagine todo lo que hablará y aprenderá. Imagine compartir con los habitantes de otros mundos, con los grandes hombres y mujeres de la Biblia, con los seguidores fieles de Dios a través de toda la historia. Imagine escoger un área del conocimiento y aprender todo lo que pueda, y descubrir cosas cada vez mayores gracias a una mente perfecta. Imagine escoger una destreza y desarrollarla tanto como su deseo le indique.

Imagine la ausencia de malas noticias. La ausencia de crímenes, de corrupción. Imagine que no hay peleas durante los recesos escolares ni a nivel mundial. Que no hay tormentas destructivas, ni hambrunas. Que no existe más la letanía deprimente de males naturales y artificiales.

Imagine lo que lo rodea. Lea Apocalipsis 21 y 22 y vea la santa ciudad en su mente. Imagine las calles de oro, las puertas de perla, el río de la vida.

Pero ante todo, lo invito a imaginar lo mejor del cielo: Se resume en cuatro palabras que puede leer en Apocalipsis 22:4: “Y verán su rostro”. Imagine lo que será mirar directamente el rostro de Jesús. Imagine lo que será estar en su presencia y mirar sus ojos a la vez que él mira los suyos.

Estos son los ojos de Uno que soñó con usted en su mente, y luego lo hizo realidad. Estos son los ojos de Uno que llenó sus pulmones con su primer aliento y sostiene su respiración desde ese entonces. Estos son los ojos de Uno cuyo poder mantiene su corazón latiendo. Estos son los ojos que una vez se cerraron para morir por usted de manera que pueda compartir este momento en el cielo con él. Estos son los ojos de un amor perfecto, incondicional, todo abarcante y eterno. Y lo invito a imaginar que usted mira tales ojos y advierte que finalmente se han ido su dolor, sus carencias, su pecado, su soledad y sus temores, y que en ese momento disfruta de un amor y aceptación perfectos, y que será así por toda la eternidad.

Porque cuando usted se ha imaginado todas las maravillas del cielo, toda realidad espectacular de la Tierra Nueva, apenas ha comenzado a explorar cuán extraordinario será todo esto. Nada podrá compararse jamás con el gozo indescriptible de ver el rostro de Aquel que lo creó y lo redimió, y sentir una gratitud abrumadora cual nunca ha soñado. Sentir que, gracias a él, su corazón jamás volverá a sentirse vacío, su ceño jamás volverá a fruncirse, su cuerpo jamás se cansará y su alma jamás sentirá la soledad.

Imagínese lo que significará sentirse inmerso en una aceptación total, una aprobación total y un amor incondicional. Imagine que los ojos de Jesús se tornan aun más brillantes cuando le sonríe. Imagine lo que será advertir que en ese momento usted es el foco de toda su atención. Mientras contempla esos ojos sonrientes, de pronto advertirá que el cielo es mucho más que calles de oro y un mar de vidrio. La esencia del cielo es morar en la presencia de Alguien que lo ama a usted más que a su propia vida, y saber que tendrá toda la eternidad para aprender por qué.


El autor fue pastor y redactor de la Pacific Press durante varios años. Actualmente reside en Las Vegas, Nevada.

ImagĂ­nese el Cielo

por Ken McFarland
  
Tomado de El Centinela®
de Diciembre 2006