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Mientras caminaba por la calles madrileñas veía a mi alrededor las tiendas decoradas con motivos navideños. A través de las ventanas abiertas de los hogares se veía la familia reunida celebrando la Navidad. ¡Música, alegría, risas, abrazos, regalos, calor hogareño! Pero en mi corazón había frío, lágrimas, oscuridad, soledad...

Por primera vez estaba lejos de toda mi familia. No meramente lejos, sino en otro continente, casi al otro lado del mundo. Por supuesto que tenía un lugar donde estar, una casa acogedora con una familia española que me había abierto las puertas de su hogar. En otras ocasiones disfrutaba de una conversación estimulante, y compartía con ellos momentos espirituales, recreacionales y culturales. Pero no hoy, hoy es Navidad y la Navidad es para celebrarla con la familia. El frío que penetraba mi ropa abrigada no era nada comparado con la frialdad que sentía en mi corazón. ¡Si tan sólo pudiese escuchar las voces de mi padre y de mi hermano! Pero incluso las llamadas teléfonicas se hacían difíciles en esos días.

Esa soledad interna fue lo que me hizo salir de la casa y caminar sin rumbo fijo, por horas, sola en medio de la multitud. Porque la soledad no es simplemente estar separado físicamente de otros seres humanos sino un sentimiento de aislamiento y de tristeza ante tal situación. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la palabra soledad como: Carencia voluntaria o involuntaria de compañía; lugar desierto, o tierra no habitada; pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo.

Todos nos sentimos solos en algún momento de nuestras vidas y en ocasiones necesitamos la soledad para meditar, estudiar, orar o acercarnos a Dios. Pero aquí nos referimos a la soledad que sobreviene cuando no tenemos amigos, o tenemos muy pocos; cuando somos invisibles para nuestros conocidos, pues ellos no parecen interesarse en conocernos mejor; cuando no podemos sentirnos bien a menos que estemos acompañados; y cuando sentimos que algo debe andar mal con nosotros porque nadie nos quiere. Según las estadísticas del censo de los Estados Unidos, en el año 2003 una de cada cuatro personas (26,4 por ciento) vivía sola, pero esto no quiere decir necesariamente que la persona se siente sola. Las siguientes estadísticas ayudan a despejar algunos de los mitos relacionados con la soledad.1

  1. Las personas envejecientes que viven con sus familias dicen sentir más soledad que aquellos que viven solos.
  2. Los adolescentes informan tener los más altos niveles de soledad.
  3. La movilidad de la sociedad moderna no ha aumentado el nivel de soledad que sienten los seres humanos.

Se han hecho investigaciones que demuestran que cuando una persona habla acerca de sus sentimientos de soledad, su presión arterial sube dramáticamente por unos pocos minutos. También se ha comprobado que ciertas condiciones médicas preexistentes tales como enfermedades del corazón, la diabetes, la artritis y otras se agravan cuando la persona se siente sola. La soledad engendra depresión y ésta aumenta cuatro veces la propensión a desarrollar enfermedades del corazón. En contraste, las investigaciones establecen que la tasa de mortandad es más alta entre las personas divorciadas, solteras o viudas, en ocasiones hasta diez veces más que en individuos casados de una edad comparable.2

Según la última estadística mencionada podríamos llegar a la conclusión de que el matrimonio es la solución al problema de la soledad. ¿Cómo explicar entonces el hecho de que una de cada cuatro personas se verá seriamente afectada por la depresión en algún momento de su vida?3 Desde la década de 1970, el psicólogo Dan Kiley estudió el fenómeno del sentimiento de soledad entre los que viven con otras personas, específicamente dentro de matrimonios. Es un mal común entre mujeres casadas de 33 a 46 años, que viven una vida relativamente cómoda. Según Kiley, estas mujeres se sienten incomprendidas, aisladas (aunque se encuentren en la misma habitación que sus compañeros), desatendidas y desconsoladas. En resumen, las personas que se sienten atrapadas en una relación pueden sentirse más solitarias que las que viven solas.4

No creamos que el problema afecta sólo al sexo femenino. Lo que ocurre, según Goldberg, es que los hombres ni siquiera se dan cuenta de su aislamiento. La mayoría tiene contactos profesionales, deportivos, o recreacionales, pero no desarrolla verdaderas amistades.5

Ante panorama tan desalentador nos preguntamos, ¿hay solución para el problema de la soledad? Los autores mencionados ofrecen actividades tales como: Escuchar música, establecer contacto frecuente con amistades, caminar, leer, escribir una carta e interesarse en nuevos pasatiempos. Otras posibilidades incluyen: Tener control sobre los aspectos básicos de la vida tales como la vivienda, la socialización y el transporte, tener mascotas, participar en grupos de apoyo, involucrarse en servicios a la comunidad, etc.

Todas estas recomendaciones son prácticas y pueden funcionar, pero hay algo que va más allá de lo que los médicos y psicólogos recomiendan. Es la necesidad inherente del ser humano de relacionarse con su Creador.

Fue justamente en Navidad cuando el Salvador prometido nació en este mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado su suerte: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

Nuestro Señor conoce por experiencia lo que es sentirse solo. En el Getsemaní buscó la compañía de sus tres discípulos más allegados; sin embargo, como a veces nos pasa a nosotros, sus mejores amigos le fallaron. Aun en la cruz, su grito desgarrador que se escuchó en todo el universo fue: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). Pero justamente en Navidad debemos recordar que “por cuanto los hijos [los seres humanos] participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo” (Hebreos 2:14). Por lo tanto, “en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18).

Sí, Jesús entiende nuestros sentimientos, él estuvo aquí, pasó por el mismo camino, y en lugar de recriminarnos como otros lo hacen cuando nos ven solos, deprimidos o desanimados, nuestro Señor nos dice: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (S. Mateo 28:20). Jesús es el mismo Jehová del Antiguo Testamento que desde tiempos pasados, a pesar de la separación ocasionada por el pecado, prometió estar con nosotros. Es el Dios que le prometió a Josué, el caudillo de Israel: “Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (1:9); el que le aseguró a Isaías: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (41:10).

Ninguna de estas promesas parecía real para la señora Taylor Hudson, abandonada por su esposo, sin trabajo, y bajo el azote inmisericorde de la lluvia. Subió al tranvía y allí junto al asiento encontró una hermosa sombrilla de seda con un nombre grabado en el mango. La señora Hudson buscó la guía telefónica, llamó al número correspondiente y la dueña de la sombrilla, sorprendida y agradecida, le quiso dar una recompensa que Taylor rechazó. Los meses pasaron y sólo obtuvo empleos temporales. Con sacrificios logró ahorrar $8.00 para comprarle un regalo a su hijita Peggy en la Navidad. Cuando llegó diciembre, la joven madre se encontraba en el momento más crítico de su vida: a menos que ocurriera un milagro en enero, se iba a encontrar sin techo, sin trabajo y sin alimentos. La cena de Navidad consistiría en tres latas de comida; no habría regalos ni recuerdos.

Taylor había orado durante varias semanas y la única respuesta parecía ser el frío, la oscuridad, el flagelo del aire y el aparente silencio. Se sentía abandonada por Dios y por los hombres, tan vieja como la muerte e igual de solitaria. Cuando llegó a la casa encontró sólo cuentas para pagar en su buzón, y dos sobres blancos que seguramente eran dos cobros más. El timbre sonó y Peggy corrió a abrir la puerta y comenzó a reír y hablar emocionada. Cuando la madre se le unió, vio a un hombre con los brazos llenos de paquetes envueltos en papel de regalo. “Esta es una equivocación”, dijo la joven madre, pero su nombre estaba escrito con toda precisión. ¡No sólo había alimentos y decoraciones, sino también regalos de Navidad! La dueña de la sombrilla, quien se había mudado a California, le enviaba todo como agradecimiento.

Al abrir los sobres blancos, en el primero encontró la cantidad exacta que necesitaba para pagar el alquiler de su apartamento y en la otra una oferta de empleo permanente. Las campanas de la iglesia cercana comenzaron a sonar, los cánticos navideños resonaron en el ambiente y la señora Hudson pensó “¡No estoy sola, nunca lo estuve!”6

Y por supuesto, ese es el mensaje de la Navidad. Emmanuel, “Dios con nosotros,” está a nuestro lado ahora y siempre.

1Handbook of Disabilities (Missouri, 2001); U. S. Statistics in Brief —Households and Housing. U. S. Census Bureau. 2Ibíd. 3 L. Carter y F. B. Minirth, The Freedom from Depression Workbook (Nashville: Thomas Nelson Publishers, 1995). 4 D. Kiley, D. Living Together, Feeling Alone: Healing your Hidden Loneliness, 1a ed., (New York: Prentice Hall Press, 1989). 5 H. Goldberg, The Hazards of Being Male: Surviving the Myth of Masculine Privilege (New York: Nash Pub, 1995); D. W. Smith, Men Without Friends (Nashville: T. Nelson Publishers, 1989). 6 A. Gray y M. Lucado, Christmas Stories for the Heart (Sisters, Or.: Multnomah, 1997).


La autora es pastora asociada en la Iglesia Adventista del Séptimo Día de White Memorial, en el condado de Los Ángeles, California.

Solos en Navidad

por Myriam Salcedo-González
  
Tomado de El Centinela®
de Diciembre 2005