Era el año 1978 cuando tres hombres de notoria influencia política se reunieron
en Camp David. Sus nombres: Jimmy Carter, presidente de los Estados Unidos; Anwar El Sadat, primer ministro de Egipto, y Ben Gurión, primer ministro de Israel.
El propósito de esta reunión era discutir la paz entre los judíos y los palestinos. De antemano se fijaron dos semanas para las conversaciones. Todo iba muy hasta que llegó el viernes, cuando como buen musulmán, el representante de Egipto, Anwar El Sadat dijo: “Hoy yo no trabajo”. Al llegar el sábado, Ben Gurión dijo: “Yo no trabajo hoy”. El presidente Carter, ostentando su filiación protestante dijo: “Yo no trabajo en domingo”. De esta manera, la muy sonada reunión cumbre solo tuvo seis días hábiles. Como sabemos a raíz de los conflictos posteriores, los resultados no fueron muy duraderos.
Al escribir estas líneas, la situación no es mucho más halagueña. Las tensiones en el Medio Oriente incluyen guerras inconclusas en Afganistán e Irak, problemas con Irán y su programa nuclear, y disturbios en Gaza y los terrenos palestinos. El tema Israel influye incluso sobre la campaña presidencial norteamericana. El aspirante a la presidencia de Estados Unidos en 2008, Barack Obama, “el hombre que —según el diario L. A. Times—, ha cambiado el mundo”, fue criticado acerbamente por el líder de los palestinos, Saeb Erakat, quien dijo que Obama, con su apoyo anticipado a los judíos “ha demostrado ser más israelita que los israelitas”.1
El Israel moderno y el bíblico
Este año se completan sesenta años desde que, a sangre y fuego, con el apoyo de Estados Unidos y algunos países europeos, se fundó el moderno Estado de Israel. Sus vecinos, los jordanos, por años se han mostrado reacios a aceptar la existencia de un Israel como Estado, al igual que Irán e Irak. En efecto, del Israel histórico bíblico, solo quedan jirones que son fruto de varios acuerdos que lo han ido definiendo, entre ellos: El de la Faja de Gaza, el acuerdo con Jordania, el de los Altos de Golán, etc.
Lo cierto es que la profecía bíblica sugiere que Israel no volverá a gozar de las glorias que tuvo en los tiempos del Antiguo Testamento bajo reyes como Saúl, David y Salomón. Leamos las fatídicas palabras del profeta Ezequiel cuando anunció el derrumbe nacional de Israel, cuando fue sitiada, tomada y exiliada por los ejércitos del rey Nabucodonosor: “Así ha dicho Jehová el Señor: Depón la tiara, quita la corona; esto no será más así; sea exaltado lo bajo, y humillado lo alto. A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré” (Ezequiel 21:26, 27).
¿Quien no entiende que la mención de “Aquel” no tiene otro significado que la venida de Cristo en gloria? Fue el mismo Cristo quién expresó con infinita tristeza las palabras que se encuentran en San Mateo 23:37-39: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor”.
El historiador Milman, en su obra History of the Jews (Historia de los judíos), tomo 13, menciona a un desconocido y extraño personaje que poco antes de la destrucción de Jerusalén a manos de los romanos en 70 d.C., “de día y de noche entonaba la frenética endecha: ‘Voz del oriente, voz del occidente, voz de los cuatro vientos, voz contra Jerusalén y contra el templo, voz contra el esposo y la esposa, voz contra el pueblo’. Este extraño personaje fue encarcelado y azotado sin que exhalase una queja. A los insultos que le dirigían y a las burlas que le hacían no contestaba sino con estas palabras ¡Ay de Jerusalén! ¡Ay, ay de sus moradores! Y sus presagios no dejaron de oírse sino cuando encontró la muerte en el sitio que él había predicho”.2
La guerra por Jerusalén
Hoy Jerusalén es la capital espiritual de tres grandes religiones: el judaísmo, Islam y el cristianismo. Algunos monumentos son preservados compartidamente por representantes de las tres religiones; otros son escenario frecuente de disputas. Lugares importantes como Belén quedan en territorio ocupado por los palestinos.
En el siglo séptimo de esta era, un musulmán de nombre Omar cubrió de oro la mezquita que lleva su nombre; y hay evidencias arqueológicas que sugieren que fue construida sobre el sitio mismo en que Abraham estuvo a punto de ofrecer en sacrificio a Isaac (ver Génesis 22:11-18). Judíos y musulmanes se disputan la herencia histórica de este precioso monumento ubicado al lado del Muro de los Lamentos. A esta antigua pared, que data del Templo de Herodes, concurren los dirigentes religiosos y los judíos devotos a lamentar las calamidades del presente y recordar las glorias del pasado ante el gran Jehová que pareciera no oír sus clamores.
Otro lugar disputado por judíos, musulmanes y cristianos es el lugar del sepulcro de Jesús. La historia nos dice que el 25 de noviembre del año 1095, el Papa Urbano II ordenó el rescate del “Santo Sepulcro” de manos de los “infieles”. Desde esos años se identificaba como el Santo Sepulcro a un edificio con tres alas controladas actualmente por la Iglesia Ortodoxa Griega, la Iglesia Copta y la Iglesia Católica. Sin embargo, a las afueras de Jerusalén se descubrió en años recientes la “Tumba del Huerto”. Las evidencias bíblicas, tales como la mención del “Gólgota”, la expresión “lo sacaron”, refiriéndose a Jesús camino al Calvario, los acontecimientos del domingo de la resurrección, etc. (ver S. Mateo 27:33; S. Marcos 15:20 y 22; S. Lucas 22:33, y S. Juan 19:17), parecen confirman que las ocho oleadas de “Cruzadas” que regaron de sangre el camino que lleva de Europa a Jerusalén quizá defendían el lugar equivocado. ¡Qué triste concluir que tantas personas murieron en aras de un error!
No busquemos una tumba vacía
En verdad, los creyentes no tenemos que buscar una tumba que está vacía. El ocupante de la Tumba del Huerto salió de ella como el precursor de nuestra propia esperanza. Jesús resucitó y sentó las bases de nuestro destino. El apóstol Pablo nos amonestó en una de sus epístolas: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él . . . Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:13-17).
El mismo Cristo nos habla de una esperanza que trasciende el futuro del Israel terrenal: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay . . . voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:1-3). Aunque hoy apreciemos el valor histórico y simbólico de la Jerusalén moderna, tenemos esta promesa gloriosa que puede sostenernos mientras transitamos por este mundo de conflictos y muerte.
El autor es pastor y evangelista de mucha experiencia. Escribe desde Los Ángeles, California.