Escribo estas líneas un par de meses antes de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. A comienzos de noviembre, millones de ciudadanos de este país comparecerán a las urnas y expedirán un voto a favor de su candidato. Se cree que la gran mayoría de los votantes han decidido por quién votará meses antes de la fecha, pero siempre queda un grupo (sumamente cotizado por ambos partidos) que se mantiene indeciso hasta el final.
Podría decirse que el acto humano más poderoso es la toma de una decisión. El estado de las cosas, de los países, de las familias, de la salud, en gran medida depende de decisiones: algunas públicas y enmarcadas para la historia, otras secretas y personales.
Desde que tenemos uso de razón, comenzamos a tomar decisiones. La vida y la educación nos preparan para decidir por nuestra cuenta. Al principio todas nuestras decisiones lucen minúsculas: por dónde caminar, de dónde aferrarnos, cuándo llorar o sonreír. Las tomamos en un ambiente protegido en el que las consecuencias de nuestras malas decisiones son aminoradas por nuestros padres u otros adultos. Luego, nuestro desarrollo y nuestra capacidad de pensar nos obligan a enfrentar elecciones más serias y así nuestra vida se va encauzando de una manera particular.
Por supuesto que las decisiones que tomamos no lo determinan todo. Muchas áreas de nuestra vida responden a condiciones ajenas y muchas veces fuera de nuestro control. No podemos decidir los rasgos de nuestro rostro ni nuestro coeficiente intelectual; no podemos escoger nuestro timbre de voz ni nuestra estatura. Tampoco podemos cambiar a las personas que nos rodean ni hacer desaparecer sus prejuicios. Pero cuando se sustraen todas estas condiciones dadas y mayormente fijas, todavía queda un universo de experiencias librado a nuestras decisiones.
El aspecto más crucial del poder de las decisiones es que en gran medida podemos decidir lo que somos. Aparte de lo que no podemos cambiar, podemos decidir qué tipo de persona seremos, cómo nos relacionamos con los demás, si herimos o consolamos, si actuamos egoístamente o con altruismo. No podemos decidir el lugar donde nacemos, pero sí las huellas que dejamos. No podemos escoger nuestra voz, pero sí lo que decimos. No podemos escoger de dónde partimos, pero sí hacia dónde vamos.
Las Escrituras ciertamente destacan la importancia de las decisiones. Con un respeto a veces inexplicable por nuestro derecho a decidir, Dios mismo nos invita vez tras vez a escoger el camino mejor: “Dame, hijo mío, tu corazón, y miren tus ojos por mis caminos” (Proverbios 23:26). “Dame tu corazón”, “escoge”, “entra”, “abre la puerta”. Dios nos invita a experimentar un cambio. Hoy podemos decidir ser mejores que ayer. Hoy podemos decidir ser luces en vez de tinieblas. No importan las circunstancias ni el lastre del pasado. Las decisiones erradas del ayer no tienen que dictar las que tomamos hoy. “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Corintios 6:2).
Lo animo a ejercer su derecho al voto, tanto en la política como en aquello que es aun más importante: su destino eterno.