Los celtas, pueblo que habitó extensas regiones de Europa y las islas británicas, tenían un festival muy colorido para honrar a sus muertos, el festival de Samhain. Esta festividad se celebraba a fines de octubre y principios de noviembre, durante el último día de la cosecha, y marcaba el comienzo del invierno.
Los celtas creían que en la noche del 31 de octubre los espíritus de los muertos regresaban a visitar sus hogares terrenales. Para agradar a estos espíritus y alejar a los malos, los celtas dejaban alimentos o caramelos fuera de sus viviendas, una tradición que dio origen a lo que hoy llamamos trick or treat, en la que los niños piden caramelos por las casas.
Cuando el catolicismo romano se relacionó con los celtas, intentó una fusión de tradiciones acerca de la festividad. Así el 1o de noviembre se convirtió en el “Día de todos los santos”, un día para honrar a los difuntos. A la noche del 31 de octubre, víspera del “Día de todos los santos”, se le llamó all hallow's eve, de aquí el nombre de Halloween. Pero la creencia original de los celtas no se perdió. La noche del 31 de octubre sigue llena de magia, brujas y fantasmas. No faltan en los hogares de Norteamérica los adornos de calabazas, brujas, esqueletos, fantasmas y gatos negros. Y muchos aún se disfrazan, salen a pedir para su calavera, o se juntan a ver alguna película de terror.1
La tradición hispanoamericana
Otros pueblos del Nuevo Mundo conservan prácticas parecidas respecto al culto a los muertos, y lo hacen en la misma fecha. Entre los mexicanos, estas fiestas son una amalgama, fundamentalmente de la cultura mexica o azteca con la española.
Los aztecas ofrendaban a sus difuntos alimentos y ropa, y sacrificaban a doncellas, a jóvenes y a esclavos para que éstos fueran a ayudarles en su camino al otro mundo. Cada año, durante el noveno mes (entre el 12 y el 31 de julio) celebraban la fiesta de los niños muertos. El siguiente mes (del 1o al 20 de agosto) era el turno de los adultos. La fiesta incluía ceremonias dentro y fuera de los templos, con los rostros pintados de negro. Estas celebraciones eran acompañadas por conmovedores cantos fúnebres.2
Al consumarse la conquista española, los misioneros católicos hicieron con los aztecas lo mismo que los romanos con los celtas: instituyeron la celebración de “Todos los santos”. Colocaban una ofrenda a los muertos el 1o y otra el 2 de noviembre.
Yo mismo llegué a participar en estos ritos y preparativos. Cada año, a fines de octubre, mi madre se preparaba para honrar a nuestros difuntos según la tradición mexicana. Más de una vez me tocó ayudarle. Ella conseguía papel crepé, alambre, cera y otros materiales para confeccionar flores. Con el alambre hacía dos aros, uno dentro del otro. Entonces hacía las flores —blancas para los adultos y rosadas para los niños—, las enceraba y las amarraba en el alambre. Llegado el día de los muertos, el 1o y 2 de noviembre —el primer día dedicado a los niños, y el segundo a los adultos— esas ofrendas florales eran depositadas sobre las tumbas o colgadas de las cruces de nuestros amados.
Además de la ofrenda floral, levantábamos un altar en casa, lo adornábamos con ramas florecidas de un árbol al que llamábamos “todosantos”, y con la tradicional “flor de muerto”, la cempoalxóchitl azteca (flor de las veinte hojas), y en el centro colocábamos alimentos y objetos muy queridos por los difuntos. Todo rodeado de velas encendidas.
El estado de los muertos según la Biblia
Cuán conmovedores y cuán inútiles eran estos esfuerzos por agradar a nuestros muertos. La idea de que con la muerte se acaba todo era inconcebible. El tema de la muerte es tan desafiante que se torna un asunto central en la teología. Por ello los teólogos afirman que se mide a una religión por lo que enseña acerca de la muerte.
Es que fuimos creados para vivir. La Biblia dice que Dios “ha puesto eternidad en el corazón de [los hombres]” (Eclesiastés 3:11). Es decir, el anhelo de la eternidad es instintivo. Por eso, aunque errados, los egipcios al igual que los aztecas se esmeraban en ayudar a sus muertos a tener una buena travesía por el más allá, y los griegos creían que al morir el hombre, el alma consciente se liberaba de la cárcel del cuerpo. Y otros creen en la reencarnación. Lo cierto es que nadie se conforma con la corta vida que llevamos en la tierra. Debe haber algún remedio para la muerte, ¿no le parece? Pero, ¿quién lo tiene?
Sólo aquel que posee la verdad absoluta, el Espíritu de Dios, puede ayudarnos a penetrar este misterio. Todo comienza con la creación. Según el libro de Génesis, Dios hizo una figura humana del polvo de la tierra y luego sopló en su nariz. Esa unión de materia y aliento de vida es el ser viviente.
Adán, el primer hombre, no era un ser vivo mientras era sólo una cosa de barro. Faltaba la energía de Dios. Sólo cuando él insufló su aliento en esa estatua, éste llegó a ser Adán. El barro y el soplo de vida se habían amalgamado. El ser vivo era un individuo, es decir, indivisible. No había un ser espiritual dentro de un estuche carnal. Era uno solo. “Y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7), afirma la Biblia.
Pero cuando Adán pecó se convirtió en mortal, y con él sus descendientes, Dios le dijo: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Y cuando llegó su fin, el soplo de Dios se apartó de la materia, y ese cuerpo volvió a ser como al principio, sólo barro. Eclesiastés revela lo que ocurre al morir: “Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). El proceso se ha invertido. La separación de los dos elementos que conformaban la vida es la muerte.
En su intento por sobreponerse a la muerte, otras religiones y filosofías han creado mitos crueles para muertos y vivos. Piense en los que tenían que morir para ayudar a los difuntos en su viaje hacia su morada final.
El Dios de la Biblia ofrece la auténtica solución al problema de la muerte: la resurrección. Su propio Hijo hecho hombre, Jesucristo, murió y resucitó. Cuando expiraba, él dijo a su Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (S. Lucas 23:46). Esto armoniza con el Eclesiastés. Y cuando llegó el momento de resucitar, el cadáver del Salvador recobró el aliento de vida que le había encomendado a su Padre al morir.
Esto lo resuelve todo. Los muertos no están vivos. El soplo que alentó su carne ha vuelto a Dios, pero no posee las facultades de un ser vivo. Puede ser invocado pero no vendrá. Está bajo el control de Dios. Es cierto que en sesiones espiritistas se invoca a los muertos y alguien se presenta, pero se trata de un demonio impostor. Dios prohibe la invocación de los muertos, ya que mediante ese recurso el diablo engaña y posee a los incautos. “No sea hallado en ti quien haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos (Deuteronomio 18:10, 11).
El destino de los muertos
Un día, cuando Cristo, el vencedor de la muerte, venga en gloria, ésta será erradicada (ver 1 Corintios 15:54-57). Primero, todos los muertos justos, es decir, los creyentes que murieron confiados en Dios, desde Abel hasta el último fiel, serán resucitados y trasladados por Jesucristo a las mansiones celestes, tal como él prometió (ver S. Juan 14:1-3). Mil años después (ver Apocalipsis 20:5-9), los que despreciaron la salvación, serán resucitados para ser ejecutados. Unos tendrán vida eterna, los otros morirán: “E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (S. Mateo 25:46).
Celebremos la vida
Cuando el pecado y los pecadores hayan desaparecido, los salvos, establecidos ya en la tierra restaurada, gozarán la compañía de Dios. Ya no más practicarán el pecado, la semilla de la muerte, ni temerán morir, pues “ya no habrá muerte” (Apocalipsis 21:4). “El que cree en mí, tiene vida eterna” (S. Juan 6:47), aseguró el Salvador.
Los celtas y los romanos, los aztecas y los españoles, amaban a sus muertos y querían agradarlos. Mi madre y yo también, pero estábamos equivocados. Este 31 de octubre, en vez de ofrendar a los difuntos, podemos hacer algo mejor, celebrar la vida, y ofrendarle nuestro ser al que venció la muerte, a Jesús.
El autor es dirigente de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en Ogden, Utah.