Durante la década de 1980, las investigaciones sobre la felicidad se cuadruplicaron. Los resultados hasta comienzos del siglo XXI han ofrecido datos que a veces contradicen las predicciones lógicas. He aquí algunos: Las personas que sufren tragedias o incapacidades parecen tener niveles similares de bienestar emocional; el efecto de eventos positivos dramáticos, tal como ganarse la lotería, tiende a durar poco más de seis meses. Aunque más personas sienten que tener más dinero los haría más felices, las estadísticas muestran que a la larga, la afluencia afecta muy poco la felicidad. La sociedad actual está dominada por anuncios que prometen felicidad a los que compran cierto producto o efectúan cierta actividad, pero la mayoría de tales promesas son vacías. En efecto el nivel de felicidad parece permanecer más o menos igual durante la vida del individuo.
El análisis de varios estudios revela que las personas felices generalmente muestran las siguientes condiciones: Tienen una estima propia elevada, son optimistas y sociables, tienen amistades íntimas o un matrimonio satisfactorio, tienen empleos y pasatiempos desafiantes, y tienen una fe religiosa. Factores que no juegan un papel importante son: la edad, la raza, el género, el nivel educativo o si se tienen hijos.1
Para el creyente, la felicidad está atada a su conexión con Dios. Veamos algunos conceptos con raíces en las Escrituras.
“Estas cosas os he hablado dijo el Señor Jesús, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (S. Juan 15:11).
El apóstol Pablo exhorta a todos los cristianos: “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Filipenses 4:4, DHH). El apóstol que escribió estas palabras estaba preso en Roma, al final de su ministerio, y esta declaración constituye una suerte de patrimonio espiritual legado a la iglesia, para todos los tiempos, que enseña cuál debe ser el sentimiento prevaleciente en el ánimo del hijo de Dios. A pesar de que Pablo padecía las penurias de la cárcel y la incertidumbre con respecto a su futuro terrenal, repite varias veces la necesidad de cultivar un espíritu contento y una disposición alegre.
Para que la felicidad tenga duración, es decir, para que permanezca, debe estar consustanciada con la vida misma, que es el tiempo. En otros términos, hay que pensar la felicidad como un modo de experimentar el tiempo. Como todos sabemos, el tiempo tiene tres dimensiones básicas, que son pasado, presente y futuro. Así, pues, la felicidad debe conjugarse en cada uno de esos tiempos. Hay, pues, una felicidad que se extrae del pasado, de los hechos dichosos vividos; se trata del agradecimiento. Hay también una felicidad que se experimenta en el presente, que es propia del estado anímico actual, a ésta la llamamos contentamiento. Y, finalmente, distinguimos la felicidad que mira hacia adelante y que extrae de esas fuentes del porvenir su entusiasmo feliz, es la esperanza. A continuación hablaremos de estas tres modalidades del espíritu dichoso.
La gratitud
¡Qué excelente medicina es la gratitud! ¡Cómo tonifica el espíritu y vigoriza el organismo! ¿Por qué será tan difícil encontrarla en la vida cotidiana? Dice la parábola que de los diez leprosos curados por Jesús sólo uno volvió a agradecerle. Habían obtenido la salud del cuerpo, pero les faltó la salud mental que proporciona el espíritu agradecido. ¿Será que todavía mantiene vigencia ese porcentaje de tan sólo un diez por ciento de agradecidos que había en los tiempos evangélicos?
En mi trabajo como psicólogo clínico continuamente escucho historias tristes en las que parece que un destino cruel se ensaña despiadadamente con su víctima. Es el culto al descontento, al fastidio y al malhumor. ¡Cuán distinta es la actitud de la persona agradecida! Proclama el milagro de la bendición y canta en expresión reconocida por los favores recibidos. El agradecido deposita su mirada sobre el pasado para recordar las dádivas. Es el historiador de las bondades, no de las desdichas. Recrea y revive los momentos cuando alguien apareció para ayudarlo, cuando fue auxiliado con algún favor especial que cubrió la necesidad y venció el apremio. El amargado, por el contrario, vive ensombrecido por la memoria trágica de las desventuras y de las luchas inútiles, no puede desprenderse de los lamentos y del gesto hosco. En cambio, el agradecido vive el pasado como regalo. Es una persona satisfecha que conserva la sonrisa en el rostro y un canto de alabanza en el corazón. Mira la parte positiva y luminosa de la vida y estima mayores las dádivas que las pérdidas. Reconoce a sus benefactores. Experimenta el deseo de retribuir tantos obsequios. Sintoniza el tiempo de la alabanza, con espíritu festivo.
A pesar de sus excelencias, la gratitud enfrenta un riesgo: el peligro del olvido. Para conservarla es necesario sostener la voluntad de no permitir que el tiempo borre sus huellas agradables. Por eso, el salmista aconseja: “No olvides ninguno de sus beneficios”. El Salmo 103 enumera una cantidad de regalos que recibimos de Dios. Algunos de ellos son: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias, el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila” (vers. 3-5). La lista continúa con otros favores que nos concede el Todopoderoso, en retribución sólo nos pide que “no olvidemos”, que conservemos la memoria de los bienes divinos. Ese conocimiento nos da felicidad presente y seguridad futura. Parafraseando a la escritora Elena de White, podemos decir: “No tenemos nada que temer en el futuro, excepto que olvidemos la manera en que el Señor nos ha conducido y sus enseñanzas en nuestra historia pasada”.2
El contentamiento
El apóstol Pablo contrasta dos actitudes de estar contento que pueden confundirse, pero son opuestas. Una es recomendable, la otra repudiable. Declara el Apóstol: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones” (Efesios 5:18, 19). Hay mucha gente que para liberarse de la desdicha recurre al alcohol. Esa droga, al principio produce euforia, que parece desvanecer mágicamente los malestares, dando la ilusión de la felicidad. Es como si la vida riese a carcajadas, cargada de una energía que electrifica todo el cuerpo con un nuevo vigor. Pero todo es falso, una burda mentira. Es pura excitación bioquímica transitoria. El frenesí pasa y queda la amarga sensación de vacío y una desgracia mayor. Muchos se obstinan en prolongar el éxtasis, incrementando el consumo, hundiéndose en el deterioro y la degradación alcohólica, que cada vez más aleja la auténtica felicidad, produciendo violencia, accidentes, enfermedad y muerte. Muy diferente es el estado anímico que propone Pablo de permitir que el Señor nos llene con su Espíritu Santo. Lo describe bellamente como cantar un himno de alabanza a Dios en el corazón. Me parece que ése es el espíritu de contentamiento que todos los cristianos debemos tener.
¿Cómo hacer para sentirse contento? El mismo apóstol lo explica: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1 Timoteo 6:6-8). Es sentirse satisfecho con lo que tenemos. Es todo lo contrario de la avidez insaciable por tener más, que experimentan los descontentos de rostro avinagrado. Es un estado de plenitud interior, de conformidad y bonanza. En otro lugar, vuelve Pablo con el tema, confesando: “He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé lo que es vivir en la pobreza, y también lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a hacer frente a cualquier situación... A todo puedo hacerle frente, pues Cristo es quien me sostiene” (Filipenses 4:11-13, DHH). Es claro, entonces, que el estar feliz se aprende ejercitando la voluntad y practicando la fe en que Dios suplirá todas nuestras necesidades. Si creemos realmente que Dios nos protege y cuida, nos invadirá un sentimiento fresco y alegre como las mañanas luminosas de la primavera. La conciencia de la dicha habitará en nosotros.
La esperanza
La felicidad también se logra a costa de algo que vendrá. Así lo enseñó Jesucristo en la memorable última cena cuando anunció su muerte y su alejamiento de la tierra. Los discípulos estaban acongojados por la separación inminente, entonces les trasmitió la promesa de que volvería por segunda vez, para terminar con toda despedida (S. Juan 14:1-3). Esa “esperanza dichosa” (Tito 2:13, DHH) ha sido el corazón de la fe cristiana a lo largo de los siglos. Jesucristo lo ilustró con el siguiente ejemplo: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo. También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (S. Juan 16:21, 22). La expectativa del nacimiento, disipa las sombras de los temores y sufrimientos presentes, originando un regocijo anticipado. La experiencia bendita de la gestación es el trance más difícil y doloroso, pero la madre, el padre y todos los familiares esperan con emoción contenida el momento del alumbramiento. Cuando ocurre, todos celebran alborozados el nacimiento, los corazones estallan de júbilo, los padres nos sentimos transportados por un torbellino celestial. ¿Puede haber un gozo más grande, una alegría más completa? Sí, cuando Cristo vuelva por segunda vez a esta tierra y se produzca el alumbramiento cósmico de la nueva vida eterna operada por Dios. Allí la alegría será total. Ahora sólo la vivimos anticipadamente por medio de la esperanza.
Un reformador inglés del Siglo XVII, Richard Baxter, hizo un comentario inspirador: “El pensar en la venida del Señor es dulce en extremo para mí y me llena de alegría”. “Es obra de fe y un rasgo característico de sus santos desear con ansia su advenimiento y vivir con tan bendita esperanza”. “Si la muerte es el último enemigo que ha de ser destruido en la resurrección, podemos representarnos con cuánto ardor los creyentes esperarán y orarán por la segunda venida de Cristo, cuando esta completa y definitiva victoria sea alcanzada”. “Ése es el día que todos los creyentes deberían desear con ansia por ser el día en que habrá de quedar consumada toda la obra de su redención, cumplidos todos los deseos y esfuerzos de sus almas”. “¡Apresura, oh Señor, ese día bendito!”3
Por su parte, Elena de White, reflexionando sobre la proximidad de la Segunda Venida de Cristo a la tierra, nos hace una exhortación solemne: “Hermano y hermana míos, os insto vivamente a prepararos para la venida de Cristo en las nubes de los cielos. Echad de vuestros corazones cada día el amor al mundo. Experimentad lo que significa el compañerismo con Cristo. Preparaos para el juicio, para que cuando Cristo venga para ser visto de todos los que creen, estéis entre los que lo verán en paz. Ese día los redimidos brillarán en la gloria del Padre y del Hijo. Los ángeles, con los sones de sus arpas sagradas, darán la bienvenida al Rey y a sus trofeos de victoria: los que han sido lavados y emblanquecidos por la sangre del Cordero. Se expresará un canto de júbilo que llenará el cielo”.4
¡Ojalá que todos podamos entonar ese canto de júbilo que, esperamos, tronará por los cielos durante este siglo XXI!
Mario Pereyra, doctor en Psicología y autor de varios libros y de centenares de artículos, es director de la Facultad de Psicología de la Universidad de Montemorelos, México.