Desde el día en que el Señor Jesucristo prometió a sus discípulos: “Vendré otra vez” (S. Juan 14:3), los cristianos de todas las épocas han esperado con ansias que tan extraordinaria promesa se cumpliera en sus días. ¿Por qué? Simplemente porque la venida de Cristo llenaría todas sus posibles expectativas y cumpliría los más anhelados sueños que un ser humano pudiera tener. Imagine el lector, por un momento, un mundo donde “ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4), e inmediatamente deseará, como los creyentes de todos los tiempos, que tal acontecimiento ocurra ya, en nuestros días, en nuestra propia generación.
Una esperanza bienaventurada
Como “esperanza bienaventurada” denominaba el apóstol San Pablo al retorno de Cristo. Es más; él también esperaba que ocurriera en sus días; por eso declara que estaba “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Es que San Pablo, además de conocer la promesa del Señor a sus discípulos, había leído las decenas de referencias que aparecían en los libros del Antiguo Testamento acerca de un mundo nuevo y del establecimiento del reino de Dios en la tierra. Seguramente había investigado las profecías bíblicas —como las del profeta Daniel— que indicaban el tiempo alrededor del cual Dios intervendría directamente en los asuntos humanos. Sabía que Daniel había vivido en tiempos del imperio babilónico y del reino medo-persa, y que había profetizado que otros dos imperios le sucederían a éstos. Con qué emoción habrá leído las palabras del profeta: “Después de ti —una referencia a Nabucodonosor, rey de Babilonia— se levantará otro reino inferior al tuyo; y luego un tercer reino de bronce, el cual dominará sobre toda la tierra. Y el cuarto reino será fuerte como el hierro; y como el hierro desmenuza y rompe todas las cosas, desmenuzará y quebrantará”. ¡San Pablo sabía que la profecía se estaba cumpliendo ante sus propios ojos! ¡Él mismo y los demás cristianos estaban sufriendo las atrocidades del imperio romano! Con qué intensidad -y con qué alivio- habrá seguido leyendo: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido” (Daniel 2:39, 40, 44). ¡Con razón el apóstol esperaba que Cristo regresara en sus días para establecer el reino de Dios! ¡Con razón, cuando les había escrito a los tesalonicenses acerca de los que habían muerto y de los que estarían vivos en el momento de la segunda venida del Señor, él declaró que esperaba estar vivo todavía!: “Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron... los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:15-17).
Certeza para nuestros días
Son justamente esas profecías, que pueden haber causado cierto nivel de desánimo al profeta Daniel y a San Pablo, las que nos pueden dar la certeza de que ahora sí vivimos ciertamente en los últimos días. ¿Por qué? Porque nosotros ahora vivimos “del otro lado” de la escena. Nosotros ahora podemos verificar históricamente que todos los reinos de la profecía de Daniel han pasado, e incluso la división política del mundo en naciones fuertes y débiles. Todo se ha cumplido, y ahora vivimos en el tiempo de esas naciones divididas y desunidas, cuando “el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido”. Por otra parte, las terribles persecuciones y la larga apostasía de la iglesia cristiana que los dos profetas que estamos mencionando tuvieron que presenciar en visión como acontecimientos que ocurrirían antes del regreso de Cristo, también se cumplieron durante los más oscuros años de la Era Cristiana.
Nuestro Señor Jesucristo y el tiempo de su venida
Las constantes referencias de Jesús al establecimiento del reino de Dios, y las muchas parábolas que representaban diferentes facetas del reino celestial, levantaron preguntas entre sus discípulos: “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y que señal habrá de tu venida, y del fin del mundo” (S. Mateo 24:3). La respuesta de Jesús, que se registra en tres de los cuatro Evangelios (S. Mateo 24; S. Marcos 13; S. Lucas 21), les dio a sus discípulos —y nos da a nosotros— suficiente información para conocer los tiempos cercanos a su venida. Cristo habla de “guerras y rumores de guerras”. Es cierto que siempre ha habido guerras, pero ¿quién podría negar que en estas últimas décadas se han presenciado las guerras más devastadoras y terribles de la historia? Cristo también habla de “pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares”. ¿Quién podría negar que una confabulación nefasta de guerras entre tribus antagónicas, una distribución injusta de la riqueza y la pobreza, y una naturaleza trastocada que produce sequías prolongadas o inundaciones repentinas, está produciendo las mayores hambrunas que se hayan experimentado alguna vez? Y hablando de desastres, y la angustia y devastación que han traído a vastas regiones del globo, pareciera que Cristo habló de ellos cuando declaró que en la tierra habría “angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra” (S. Lucas 21:25, 26). De la misma manera podría estar refiriéndose al aumento de las enfermedades —como el sida— y los terremotos, que producen inmensa angustia y expectativa.
El tiempo del fin
Las señales a las que hemos hecho referencia parecen ser suficientes para indicarnos que estamos viviendo en los tiempos cercanos a su venida. Pero, ¿cómo estar seguros de que vivimos realmente en el tiempo del fin? Aunque la mayoría de las señales son cumplidas por los mismos seres humanos, o por la naturaleza que también ha sido afectada por acciones humanas, parece ser que Dios deseaba establecer el comienzo del tiempo del fin con señales que no dependieran de la humanidad. Por eso los profetas y el mismo Jesús hacen referencia a señales astronómicas. Profetas como Joel (véase Joel 2:30, 31), los tres capítulos de los evangelios que hemos mencionado, y el Apocalipsis de San Juan, entre otros (véase Apocalipsis 6:12-17), señalan que un oscurecimiento total del sol y una caída espectacular de estrellas, indicarían los comienzos de los días finales de la tierra tal como la conocemos. La mayoría de los investigadores bíblicos —y los comentarios de astronomía de aquel tiempo— coinciden en señalar que estas señales se cumplieron el 19 de mayo de 1780, cuando se produjo un oscurecimiento total del sol sin que existiera un eclipse, y en la madrugada del 13 de noviembre de 1833, cuando se produjo una lluvia espectacular de estrellas fugaces que angustió a la población que la presenciaba. Esto indicaría que ya hace más de dos siglos que estamos viviendo en lo que las Escrituras denominan “el tiempo del fin”.
¿Cuándo vendrá el Señor?
Aunque en su anhelo de que Jesús regrese pronto algunos modernos cristianos han fijado fechas para su venida, debemos recordar que nuestro Señor enfáticamente declaró en varias oportunidades que “del día y la hora nadie sabe”. Así nos alertó de no fijar fechas para su retorno. Eso va en contra de su voluntad y de la voluntad de su Padre. Pero así como nos advierte de no fijar fechas, también nos anima a estar siempre preparados para su venida. Y las razones son muy claras. En primer lugar, aunque estemos seguros de que estamos viviendo en el tiempo fin, no sabemos exactamente cuándo ocurrirá tan magno acontecimiento. Los conceptos de sorpresa, suspenso, y acontecer repentino, están en casi todas sus declaraciones y sus parábolas referidas al reino de Dios. En segundo lugar, tampoco sabemos el momento de nuestra muerte, que trae consigo una interrupción total y definitiva en cuanto a nuestra preparación para el encuentro con Cristo. ¿Qué significa, entonces, estar preparados para recibirlo y para compartir con él la vida eterna?
Las parábolas del reino y la preparación adecuada
En sus parábolas, Cristo identifica claramente cuál es la preparación necesaria para su venida. Si tomamos en cuenta la parábola de las bodas (S. Mateo 22), que es una representación del encuentro de Cristo con su iglesia, la preparación adecuada significa tener la vestimenta correcta. Y la única “vestimenta” válida para la ocasión será el “manto de justicia”: la justicia y perfección de Cristo, que quita nuestros pecados y cubre nuestras flaquezas y debilidades cuando lo aceptamos como nuestro Salvador y Sustituto. Si tomamos en consideración la parábola de las diez vírgenes (S. Mateo 25), la preparación significa tener el aceite —símbolo del Espíritu Santo— en nuestras lámparas. Y es el Espíritu Santo, representante de Cristo, quien transforma nuestras vidas y nos prepara para ser ciudadanos del reino celestial. La preparación significa una vida dedicada a servir al prójimo y dar consuelo, compañía, alimento, vestido, visita y hospitalidad a quienes la necesiten. Esa vida activa en buenas obras no es para ganar méritos, sino que es el fruto de la preparación anterior, el resultado de haber aceptado a Cristo y su justicia, y haber sido transformado por el Espíritu. Tales personas, que no confían en sí mismas sino en él, son las que están capacitadas para morar en las mansiones que Cristo prometió preparar, cuando también prometió volver. ¿Podremos ser vecinos en las mansiones del reino de Dios? Amén, sí, que así sea.
Juan Carlos Viera es doctor en Religión y autor de libros sobre el tema, tales como
Listos para el encuentro con Cristo (Pacific Press, 1996), y Año 2000: ¿Será éste el fin? (Pacific Press, 1998).