El reportero en la pantalla parecía atónito. Se secó el ceño y casi tartamudeando buscaba palabras para describir lo que escuchaba y veía. Era el 16 de abril de 2007, y él y nosotros nos enterábamos que un pistolero enloquecido había asesinado a 32 personas en el plantel de una universidad usualmente tranquila y pacífica en Virginia. ¿Qué puede decirse ante tamaña atrocidad?
En el drama más violento de William Shakespeare, Titus Andronicus, los personajes enfrentan una escena similarmente grotesca. Tito sostiene en las manos las cabezas cercenadas de sus dos sobrinos y lanza una extraña carcajada. Marcos le pregunta a su hermano Tito: “¿Por qué os reís? No concuerda con esta hora”. Tito responde: “Ya no tengo lágrimas para derramar” (Tercer acto, primera escena).
Vivimos en un mundo en el que la violencia abruma los límites del conocimiento. El tirano Josef Stalin lo sabía cuando opinó: “Una muerte es una tragedia; un millón de muertes es una estadística”. Quizá por esto, Stalin mató a millones sin escrúpulos.
¿Por qué estamos en un mundo tan violento?
Las semillas de la violencia
Hay violencia en la naturaleza. Los animales se matan unos a otros, sin sentimientos, como fuente de alimentos o para proteger su territorio. Pero los seres humanos decimos tener un nivel de conciencia que los animales no tienen. Pensamos en nuestros motivos, en las consecuencias de nuestros actos y simpatizamos con los sentimientos de otros. ¿Qué es lo que hace que una persona quiera perjudicar o matar a otro ser humano sin remordimiento?
Algunos psicólogos y filósofos sugieren que la violencia se aprende, que es el resultado de una niñez expuesta a la crueldad. Otros especulan que la tendencia hacia la violencia es tan natural como el hambre o la reproducción en el ser humano. Que somos, en otras palabras, animales con el instinto de matar.
Nosotros los cristianos creemos que las raíces de la violencia son mucho más profundas, que llegan hasta un conflicto cósmico casi perdido en las brumas del tiempo. La violencia se originó con uno de los personajes más cercanos a Dios. Las Escrituras lo llaman la “estrella de la mañana” (aunque generalmente se lo conoce por su nombre latino “Lucifer”). El pecado se debió, según la Biblia, a la arrogancia de Lucifer que se desarrolló en la convicción de que él debía llegar a ser Dios (Isaías 14:12-14).
El orgullo fue la semilla del pecado, pero su primer fruto fue la violencia. “Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles” (Apocalipsis 12:7). Lucifer fue echado del cielo, y vino a nuestro mundo para convertirlo en su cuartel contra Dios al corromper a sus habitantes.
Los seres humanos no fuimos creados para ser criaturas violentas, más bien para lo opuesto. Fuimos creados a la imagen de Dios (Génesis 1:26, 27), con los instintos divinos del bien y la bondad. Pero Lucifer contagió a la creación perfecta de Dios con una enfermedad moral fatal.
Así fue que los primeros seres humanos perdieron algo de su brillo de semejanza a Dios y adquirieron en su lugar los tonos oscuros de su tentador. El primer crimen violento ocurrió entre familiares. Lleno de furia, Caín asesinó a su hermano Abel (ver Génesis 4:8-10). Esto fue apenas el comienzo de un largo descenso hacia la brutalidad.
Según pasaban las generaciones, la paciencia de Dios se fue terminando. Las Escrituras dicen que: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal... Y estaba la tierra llena de violencia” (Génesis 6:5, 11).
Una tierra violenta
No debiera sorprendernos que la tierra no sea menos violenta ahora que en aquel entonces; posiblemente sea peor. No pasa un día sin que personas inocentes sufran horrores inimaginables. Esta violencia es una reflexión de la guerra cósmica mayor. Según la comentadora y autora cristiana del siglo XIX, Elena G. de White: “El mundo caído es el campo de batalla del mayor conflicto que el universo celestial y los poderes de la tierra hayan presenciado jamás. Fue señalado como el escenario en el cual se libraría la mayor lucha entre el bien y el mal, entre el cielo y el infierno”.1
¿Será posible poner fin a la creciente marea de violencia? Muchos lo han intentado. Por ejemplo, restringimos el acceso a las armas. La filósofa Hannah Arendt creía que la violencia aumentaba en proporción con la letalidad de las armas. Pero ahora el peligro es tal que “ningún objetivo político podría corresponder con su potencial destructivo”.2
También hemos tratado de contener a quienes que son violentos. Hemos llenado las cárceles, pero no podemos encarcelar a todos los culpables hasta el punto de eliminar la violencia. Algunos especulan que la pobreza lleva a los crímenes violentos; pero esa teoría pierde fuerza cuando se nota que incluso los ricos no son inmunes a este tipo de conducta.
La razón por la cual no podemos terminar la violencia es porque se encuentra en nuestro corazón humano. Aun si pudiésemos crear una sociedad en la cual se satisficieran totalmente todas las necesidades humanas, algunos seguirían siendo violentos.
¿Es Dios violento?
La Biblia habla bastante sobre la violencia humana. Se muestra a algunas personas buenas haciendo cosas horribles. Algo sumamente problemático es que hay pasajes que parecen describir cómo Dios envía castigos crueles a los seres humanos. Los teólogos llevan muchos siglos luchando con este problema.
Le diré honestamente que no puedo explicar todas las acciones de Dios en la Biblia, dudo que algún ser humano pueda hacerlo. “¿Descubrirás tú los secretos de Dios?
¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso?” (Job 11:7). Por no querer ser culpables de la misma presunción que alimentó la perdición de Lucifer, somos cautelosos para tratar estos temas.
Sin embargo, yo sé esto: que Dios odia el pecado y desea erradicarlo del universo. En cierto momento, se desanima tanto con la violencia sobre la tierra que anuncia su intención de destruir a sus criaturas. “Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia... pues me arrepiento de haberlos hecho” (Génesis 6:7). Cuanta vez que Dios ordena la guerra o la muerte de un ser humano encontrará declaraciones similares: Él ejerce violencia para terminar con la violencia.
¿Tiene algún sentido esto?
Tengo una amiga que desarrolló un tumor que tenía que ser quitado quirúrgicamente. Francamente, se trataba de un proceso bastante violento. El cirujano le cortó la piel, abrió una herida, le cortó trozos de hueso y metió sus manos dentro de su tórax para extirpar un bulto de tejido enfermo. En el proceso empleó bisturís, sierras y herramientas eléctricas de cauterización. Ella quedó mal, muy inflamada y sangrante, y le tomó muchas semanas reponerse lo suficiente como para regresar a su casa. Se me ocurrió que si un maleante callejero la hubiera dejado en tal condición, habría sido un crimen y hubiese caído en la cárcel. Pero el que la había herido era un médico, y la hirió para salvarle la vida.
Dios también tiene que causar dolor para sanarnos. El ejemplo cumbre fue que envió a su propio Hijo para ser ejecutado con uno de los métodos más inhumanos de la historia. Jesús, que nunca ejerció violencia contra nadie, murió una muerte de mártir a manos de las criaturas que él creó, las mismas que había venido a salvar. “Por sus llagas fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
Dios promete un último acto de violencia que eliminará para siempre el pecado y sus consecuencias y purificará el universo para siempre (ver Malaquías 4:1; 2 Pedro 3:11-13). Luego “no habrá más muerte, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4). No habrá más lágrimas porque Dios habrá eliminado toda causa de la violencia y toda la tristeza que ésta engendra. ¿Estará usted listo para vivir en ese mundo de paz?
El autor es pastor de la Iglesia Adventista del Séptimo Dia de Worthington, Ohio.