Quizá nos haría bien escuchar de nuevo las palabras del mayor Hijo de la antigua Palestina.
El camino estaba muy bien pavimentado y los paisajes de la tierra de Israel eran hermosos. Yo iba rumbo al territorio palestino, acompañado por un chofer local cuyos servicios había contratado para ese día. Era un hombre muy bondadoso, de unos cuarenta años. Nos dirigíamos a la excavación arqueológica de la antigua ciudad de Samaria. Platicábamos de muchos temas. Él me hablaba de las muchas dificultades que enfrentaba un taxista palestino en Jerusalén. Le pregunté acerca de sus aspiraciones y sueños, y después de unos momentos de reflexión, me contestó: “Yo quisiera que se acabara la guerra”. Pausó unos momentos y agregó: “Cada día sueño con la paz”. Mencionó a sus hijos, sus sueños para ellos, y su deseo de verlos crecer en una tierra en paz consigo misma y con sus vecinos.
Unos días después, caminaba por las calles de Jerusalén con un amigo judío, un hombre amigable y alegre de unos cincuenta años. Mencioné el tema de Jerusalén y la guerra, y de momento su voz adquirió un tono más solemne y reflexivo. “Cada día —me dijo— oro por la paz”. Entonces me miró con ojos humedecidos y agregó en lenguaje hebreo: “Sha′alû shelom yerushalami”. Estaba citando el Salmo 122:6: “Pedid por la paz de Jerusalén”. Ésta era la oración de un cantor israelita, escrita hace más de 2.500 años. Lo triste es que, a lo largo de la historia, el Medio Oriente muchas veces se ha caracterizado por la guerra. La paz permanente ha sido una fantasía.
Sueños de paz
Los pueblos del Medio Oriente siguen soñando con la paz. Por momentos parece alcanzable, entonces se desvanece como la bruma del alba. Con la muerte del presidente palestino, Yasser Arafat, revivió la esperanza de la paz, pero ahora casi se ha desvanecido de nuevo. ¿La razón? A través de un proceso democrático, los palestinos eligieron los candidatos postulados por Hamas. Hamas es probablemente el más efectivo de los grupos de resistencia islámica entre los palestinos. Los Estados Unidos de América y sus aliados lo consideran una organización terrorista.
Antes de ascender al poder, Hamas había determinado establecer un Estado palestino y no reconocía el derecho de Israel de existir como una nación. Israel y las naciones que lo apoyan están esperando que Hamas rescinda su oposición a la existencia de Israel como una nación antes de reanudar las negociaciones de paz.
La guerra contra Irak ha contribuido aun más a la polarización del mundo árabe contra el mundo occidental. El desarrollo de armamentos nucleares en Irán está agregando combustible a una situación ya crítica. De hecho, el Medio Oriente es probablemente el lugar más volátil del mundo.
La historia del conflicto entre israelitas y palestinos es una de negociaciones de paz e incluso acuerdos oficiales, seguidos tarde o temprano por resurgimientos de violencia que ponen fin al diálogo o por la violación de los acuerdos existentes, ya sea por una o ambas partes. El problema es muy complejo, una mezcla de elementos políticos, religiosos, económicos e históricos en un contexto de odio, desconfianza y sospechas constantes.
Dónde comienza la guerra
Cuando se trata de un problema, es importante identificarlo claramente. El problema de la guerra y la violencia no se debe a la capacidad humana de crear armas de guerra que sean eficaces, ni en la necesidad de una expansión política. Se ubica en un plano mucho más profundo, en el corazón de los seres humanos. Lo que nosotros hacemos expresa la condición de nuestro ser interior. Si en el mundo hay violencia, es porque carecemos de esperanza. Los seres humanos necesitamos esperanza. La misma calidad de nuestras vidas está afectada directamente por la presencia o la ausencia de esperanza. Desafortunadamente, heredamos un siglo caracterizado por la falta de esperanza.
El siglo XX comenzó con un optimismo humanista inigualado en la historia de la raza humana, pero terminó casi en total desesperanza. La Primera y la Segunda Guerra Mundial, combinadas con muchos otros conflictos sangrientos en casi cada continente dieron fin a ese optimismo irreal. Hoy, a inicios de un siglo nuevo, estamos parados sobre la tumba de las esperanzas muertas, preguntándonos con temor acerca del futuro. Nos hemos dado cuenta que la ciencia y la tecnología no nos pueden garantizar ninguna esperanza porque han llegado a formar parte de nuestra situación. Su potencial para el bien ha sido invalidado por su empleo en el exterminio de la vida humana y por su poder para controlar la calidad de nuestra vida e invadir nuestra privacidad. En otras palabras, son las fuentes de nuestro temor.
El desarrollo de un plan que resultaría en la paz permanente para el Medio Oriente y el mundo se encuentra más allá de la creatividad y el poder de los seres humanos. Obviamente, debemos continuar haciendo todo lo posible por poner fin a la guerra y la violencia en el Medio Oriente, pero nuestra mayor esperanza debe colocarse en algo más allá de la esfera de la actividad humana. Si el problema que enfrentamos se origina en el corazón humano, entonces cualquier búsqueda de la paz deberá iniciarse allí mismo. Siendo que el corazón humano es por naturaleza engañador, egoísta y demasiado preocupado por su propio bienestar, es incapaz y poco dispuesto a generar un cambio transformador en sí mismo. Si una transformación ha de realizarse, tiene que originarse fuera de la esfera natural de nuestra vida.
Es allí que las palabras del Príncipe de Paz, desde su lugar histórico en el Medio Oriente, nos alcanzan e inician una transformación en nuestro ser interior: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (S. Juan 14:27). El miedo engendra violencia. El dulce Rabino del Medio Oriente nos ofrece la paz duradera que ahuyenta el temor de nuestros corazones. Los que escuchan sus palabras y las adoptan como su única esperanza son transformados desde adentro. Nuevos valores y deseos son sembrados en su corazón mientras aprenden a vivir libres del poder esclavizante del egoísmo, el temor y la violencia (S. Juan 3:5-8; Romanos 8:2-4). Ésta es la única manera de romper el círculo vicioso de la violencia que caracteriza la existencia humana sobre este planeta (Romanos 8:6-8). Un corazón que está en paz con Dios generará palabras de paz hacia otros, aun si tuvieran que enunciarse en el contexto del perdón.
Un corazón nuevo
Esta transformación del corazón humano alcanzará su apogeo en el momento que el mundo celestial intersecte permanentemente el mundo humano en una manifestación gloriosa del poder de Cristo cuando él regrese, no sólo al Medio Oriente, sino al planeta Tierra: “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos” (1 Corintios 15:51-52). Entonces lo “corruptible”, nuestra naturaleza humana pecaminosa, será revestida de “incorrupción, y esto mortal [nuestra existencia humana natural] se vista de inmortalidad” (15:53). El corazón humano será librado permanentemente, no sólo de la mortalidad, sino que también encontrará su centro en Otro. Este cambio en la orientación de nuestra existencia comienza ahora, a medida que abrazamos el don de la paz ofrecido por Cristo. Pero llegará a su consumación en el momento de nuestro encuentro visible con él en su segunda venida.
La esperanza cristiana de la paz permanente en el mundo incluye mucho más. Los profetas hebreos anunciaban la llegada de un mundo en paz con Dios y consigo mismo: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento” (Isaías 65:17). Los seres humanos no serán los arquitectos de esa sociedad nueva, pero podrán formar parte de ella. Aun los que murieron abrazando esa esperanza volverán a vivir para ser miembros de esa sociedad nueva (Isaías 26:19; 1 Tesalonicenses 4:14-17).
Lo que hace que esta nueva creación sea tan drásticamente diferente de la que conocemos ahora es que Dios mismo morará con su pueblo: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:3-4). La violencia ciertamente tendrá fin, y ya no habrá guerras. Utilizando el lenguaje de la poesía, el profeta anunció que las naciones de la tierra “volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2:4). Este estado universal de paz también se expresará en el mundo natural (ver Isaías 11:6).
Esta esperanza no es una utopía religiosa, ni deberá confundirse con utopías humanas. La realidad de la esperanza bíblica de un mundo futuro libre de violencia y guerra se basa en el hecho que Dios reveló su amor por nosotros en la muerte de su Hijo. Su muerte expiatoria fue el elemento indispensable en la rehabilitación de la raza humana y en la recreación del mundo que acabamos de describir. Aunque a inicios del siglo XXI nos encontremos sobre la tumba de las esperanzas humanas, nuestra esperanza genuina está viva. Está anclada en la presencia de Dios, pero también está guiando la historia hasta su consumación. No olvidemos que la paz permanente sobre este planeta está en las manos de Aquel que es el Príncipe de Paz. Y él es el único que puede traer paz a tu corazón atribulado.
El autor es el director del Instituto de Investigación Bíblica de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.