Recuerdo ese día como si fuera hoy. Era el sábado 22 de agosto de 1992, y el sol resplandecía en Miami. Bajo un cielo de zafiro, no había nubes que anticiparan tormenta.
Ese día mi novio me recogió temprano para ir a la iglesia a participar en varias actividades espirituales. Al ponerse el sol, despedimos el sábado junto con los otros miembros de la iglesia, salimos y abordamos el auto, pues él iba a dejarme a mi casa. Pero algo no era normal. Había mucho tráfico y cierta agitación entre los automovilistas, lo que causaba atascos y bloqueos, y las playas de estacionamiento de los mercados estaban repletas.
“¡Algo debe estar pasando!”, dijimos. Prendimos la radio para escuchar las noticias y entendimos el porqué de esa agitación. Hacía algunos días que los meteorólogos habían anunciado la llegada de un huracán llamado Andrew, que entraría por el sur de Florida, pero ese día el sistema se intensificó y la tormenta se convirtió en un huracán categoría 5, con vientos de hasta 280 km/h (165 m/h).
El ojo del huracán entraría por el centro de Miami, pero a último minuto cambió de rumbo y se dirigió a la ciudad de Homestead, al sur de Miami. Entramos en un mercado para comprar víveres y, para nuestra sorpresa, estaba casi vacío. Habíamos pasado todo el día alabando a Dios en su templo, mientras la gente abarrotaba los mercados, comprando todo lo que estuviese a su alcance para sobrevivir en caso de que algo malo ocurriera al paso de ese temible fenómeno meteorológico. Las ferreterías también estaban llenas, pues la gente compraba tablas de madera para proteger las puertas y ventanas de sus casas.
El domingo 23, muy temprano en la mañana, mi novio me llamó por teléfono y me invitó a ir a la playa a mirar las olas antes de que el huracán tocase tierra. El mar estaba picado y el viento movía las olas amenazadoramente. Había crecido la marea y la fuerza del viento aumentaba a medida que el huracán se acercaba. Antes de que el sol se pusiera, una pareja de amigos nos invitó a esperar con ellos el paso del huracán. Por primera vez pude escuchar el viento silbar tan nítida y aterradoramente, y las paredes vibrando intensamente al paso del viento. Parecía que la casa iba a saltar en pedazos. En esos momentos de angustia nos pusimos a orar y a clamar por el cumplimiento de las promesas del Señor. Un himno daba vueltas en mi cabeza:
“¡Oh buen Maestro, despierta!
¡Ve, ruge la tempestad!
La gran extensión de los cielos
se llena de oscuridad.
¿No ves que aquí perecemos?
¿Puedes dormir así
cuando el mar agitado nos abre
profundo sepulcro aquí.1
Cayó la noche y nosotros seguíamos cantando y orando. Como a las once, el huracán se desvió hacia la ciudad de Homestead. Esas fueron las últimas noticias que escuchamos, porque la comunicación se cortó. Finalmente, al otro día, el lunes 24 de agosto de 1992, Andrew desató su furia en su trayectoria hacia Miami-Dade, arrasando con todo lo que encontraba a su paso, dejando a miles de personas sin hogar, y a más de un millón sin electricidad. El huracán Andrew fue el más costoso y devastador en la historia de los Estados Unidos hasta ese año. Dejó pérdidas por 26,000 millones de dólares, y sus daños solo han sido superados por el huracán Katrina de 2005, y el huracán Sandy de 2012.2
En medio del huracán, nuestra confianza se mantuvo firme en Dios, como dice el salmo: “Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra” (Salmo 121:1, 2). Nos imaginamos a Noé en el arca durante el diluvio. él confió plenamente en el Señor que le había dicho: “Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto justo delante de mí en esta generación” (Génesis 7:1).
Así es como en medio de ese huracán tuvimos paz, confiados en la promesa que dice: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas” (Salmo 46:1-3). Tendremos paz en cualquier otra tormenta o adversidad si mediante la fe estamos asidos de la mano de nuestro Señor Jesús. Otra preciosa promesa del Nuevo Testamento afirma nuestra confianza en Cristo, pues asegura que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).
Es precisamente esta confianza lo que nos permite estar en paz en medio de cualquier dificultad, y esta misma confianza es la que se acrecienta en nuestras vidas cuando caminamos en presencia del Espíritu Santo, porque “después de la tormenta viene la calma”.
La autora es secretaria del Departamento Internacional de Pacific Press. Escribe desde Caldwell, Idaho.