Cuando Jesús vivía sus últimas horas en este mundo, transitando el camino del Calvario, cuando los discípulos lo habían abandonado, cuando cargaba solo la cruz, Jesús oró. Cuando estaba colgado del madero, a punto de fenecer, y se sintió abandonado por el Padre, Jesús oró. La oración es lo único que tenemos cuando ya no tenemos nada.
Puede que nos sintamos solos en esta hora, que hayamos perdido el trabajo, que el futuro sea incierto. Puede que no tengamos consuelo por la pérdida de un ser amado durante esta pandemia, o que nos estemos recuperando de la siniestra enfermedad y apenas tengamos fuerza para levantarnos de la cama. Puede que haya pasado esto y mucho más, pero estos momentos son los más preciosos para la oración.
En el capítulo 17 de San Juan se registra la oración intercesora de Jesús. El Maestro se estaba despidiendo de sus amados discípulos. Los dejaría solos en la tierra, y esto apesadumbraba el corazón de Jesús. Entonces, en esas circunstancias, él oró por sí mismo en primer lugar, para tener fuerzas para enfrentar la tormenta de la cruz, y también oró por los discípulos y por ti y por mí.
Jesús oró porque era humano. Jesús oró porque la oración fue su gran privilegio, y porque la oración fue su fuente de consuelo y poder ante el dolor de la separación. Jesús oró siempre.
Ver a Jesús en oración nos remite al misterio de la encarnación de Dios. él se hizo carne para habitar entre nosotros. Ver a Jesús en oración nos remite al poder que encarna a Cristo en nuestro corazón. No podemos entender la fuerza misteriosa de la oración sin aceptar la encarnación del Padre en el Hijo, ni podemos aceptar el misterio de la encarnación de Dios sin oración.
Jesús oró para enseñarnos el camino del encuentro con Dios cuando la tormenta arrecia. En esta hora cuando sentimos los efectos de la pandemia, la oración es nuestro refugio. Mediante la oración alcanzamos paz y esperanza. Cristo queda entronizado en nuestras vidas.
Dios te bendiga y te guarde mediante la oración.
El autor es director de El Centinela.