La vida es un constante fluir de nombres que en algunos momentos parecen decisivos en la historia, pero que en realidad son la espuma de los días. Es esencial recordar que estamos de paso en este mundo, y la conciencia de nuestra temporalidad nos lleva a vivir con humildad. La vida es corta, pero puede ser una larga desgracia, dependiendo de lo que hagamos con ella.
En los Salmos, el rey David nos recuerda que nuestros días son como la hierba del campo: florecen y desaparecen rápidamente (ver Salmo 103:15, 16). Es necesario reflexionar sobre la brevedad de nuestra existencia, y cómo nuestra actitud ante la vida se ve influenciada por esta realidad. Si recordáramos siempre nuestra transitoriedad, evitaríamos muchos de los errores que cometemos por orgullo o negligencia. Al final, lo único que permanecerá de nosotros serán nuestros recuerdos, ya sean buenos o malos, según cómo hayamos vivido.
Este sentido de paso por la vida también está ligado a la esperanza cristiana. Mil años antes de Cristo, el salmista se refirió a la segunda venida del Señor para reunir a su pueblo: “Vendrá nuestro Dios, y no callará; fuego consumirá delante de él, y tempestad poderosa le rodeará. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio” (Salmos 50:3-5). Cristo ha prometido regresar para redimir a los suyos, y esa esperanza nos da sentido en medio de la incertidumbre de la vida.
El regreso de Cristo dominaba la inteligencia, sostenía la esperanza e inspiraba la conducta de los apóstoles. Ellos consideraban que el regreso de Jesús era “la esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Creían que todas las profecías y las promesas de las Escrituras se cumplirían para su segunda venida (2 Pedro 3:13), pues ésta constituye el puerto del peregrinaje cristiano. La fe cristiana pierde su vigor cuando se olvida esta promesa. Por eso, todos los que aman a Jesús esperan con ansiedad el día cuando podrán verlo cara a cara.