Las palabras del apóstol Santiago, que puedes leer en el recuadro,* vienen a consolarnos en esta hora oscura del mundo. ¡Si estas palabras no hacen eco en nuestro corazón, no es a causa de que carezcan del poder de la sabiduría divina! ¡Todo lo contrario!
Estas palabras no solo tienen el poder de elevar el alma, sino también la fuerza para sostenerla en medio de las crisis. Las escribió nada menos que Santiago, uno de los apóstoles de Jesús. Este discípulo del Maestro fue sostenido a lo largo de su vida tormentosa por Aquel que inspiró en él estas palabras.
¡Cuántos corazones han sido consolados y fortalecidos a lo largo de la historia de la humanidad con estas dulces palabras! ¡Cuántas guerras, cuántos genocidios, cuántas pandemias, cuántos sufrimientos han atravesado, como una flecha que corta el aire, estos pensamientos que alientan el alma fatigada por la incertidumbre!
Santiago dice: “No os engañéis, hermanos míos queridos”.
¿Por qué esta advertencia?
El apóstol conoce su alma, y por lo tanto conoce el alma humana, sabe de su fascinación por el engaño. Muchos religiosos (a nosotros nos está hablando: Santiago 1:26) podemos llegar a escuchar estas palabras y seguir nuestro camino por el mundo sin confiar verdaderamente en Dios: despreocupados en tiempos normales, y demasiado preocupados en tiempos anormales, como los que estamos viviendo. Podemos dejarnos llevar por la ola de la actualidad. ¿Por qué se va a preocupar una ola respecto a dónde va o de dónde viene?
Como religiosos, corremos el riesgo de vivir confiados en nosotros mismos, de tener la falsa “fe del día”, la de los días normales, no de la noche, no de los días tormentosos. Corremos el riesgo de sentirnos seguros con esa fe que creemos que nos cobija, de confiar en lo exterior del corazón, lo que está fuera del alma: el dinero, una buena casa, una buena posición económica, y aún la admiración y el respeto de nuestra comunidad eclesiástica. Corremos el riesgo de creer demasiado en “la iglesia visible”, con sus cargos y su política, porque nuestra fe del día nos ha dado la prueba de que todo está bien mientras cumplamos nuestros deberes religiosos. La pandemia nos ha recordado que la iglesia no es un edificio, ni la fe una creencia. Cuando sobreviene la tormenta, como les sobrevino a los discípulos aquella noche (S. Marcos 4:35-41), nos damos cuenta que necesitamos la fe de la noche, como la necesitaron los discípulos.
¿Cómo es la fe de la noche?
Para los que tenemos “la fe del día”, no hay enigmas, aunque nuestras vidas sean ya un gran enigma, un sueño, y no nos detengamos ante la seria amonestación del apóstol, que, aunque seria, está llena de amor: “No os engañéis, hermanos míos queridos”. Santiago usa la expresión “hermanos míos queridos” porque ama a sus hermanos sin distinción alguna. El apóstol ama a todos, porque Dios lo amó antes a él. Y sí, Dios ama a todos: a los creyentes que son indiferentes al sufrimiento ajeno, a los que caminan por la vida en tiempos normales con la fe del día, a los ansiosos e inseguros, a los que la vida no les permitió madurar, y mueren siendo niños espirituales, porque no fueron amamantados con la verdadera fe, sino que fueron prontamente destetados.
El apóstol ama a todos, y nos dice: “No os engañéis”. ¿Pero cuál es el engaño? El engaño es la fe del día, que consiste en malinterpretar a Dios, en convertirlo en un ícono, a imagen y semejanza de nuestras ideas y necesidades, deseos y pasiones. Consiste en creer, cuando viene la oscuridad, que “Dios duerme”, así como los discípulos le reprocharon aquella noche a Jesús que dormía en la popa del barco en medio de la tormenta (S. Marcos 4:38). También consiste en pensar que hay males que Dios origina o no puede controlar. Pero “Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie” (Santiago 1:13). Dios no tienta ni engaña a nadie. Somos nosotros los que nos engañamos a nosotros mismos cuando proyectamos sobre Dios nuestras propias ideas. Decimos: “Qué bien que me va en la vida. Dios está conmigo, porque me da lo que quiero”.
¿Juzgaremos a Dios por las circunstancias?
De ninguna manera. Las olas van y vienen, pero Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Su fidelidad es eterna. ¿Dejaremos de orar porque creemos que Dios no nos contesta en esta hora? De ninguna manera, porque el poder de nuestras oraciones no depende de las respuestas de Dios a nuestros pedidos. El poder de nuestras oraciones descansa en la fidelidad de Dios en la relación de amor que quiere tener con cada una de sus criaturas. ¡Por eso él siembra su Palabra en nosotros (vers. 21)! ¡Qué amor! ¡Qué generosidad divina! Dios siembra la Palabra para recordarnos en nuestra hora más oscura que él es el Altísimo, de cuyo seno sale “toda dádiva buena y todo don perfecto” (vers. 17).
Por lo tanto, ningún mal tiene origen divino. La pandemia no es disciplina divina, porque Dios no tienta a nadie, no engaña ni lucha contra su criatura. Más bien, él siembra la Palabra en nuestro corazón para convertir lo que creemos que es malo en “una dádiva y un don perfecto”, para que nos aferremos a él en la hora de prueba (vers. 2, 3), que puede ser nuestra hora más gloriosa.
¿Por qué la hora de prueba puede ser la hora más gloriosa?
La hora de la prueba es cuando se despierta la fe de la noche. Cuando el mundo y sus deseos nos tragan, y nos olvidamos de Dios y dejamos de amarlo, el Señor nos dice mediante el apóstol: “Desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas” (vers. 21). Es decir, la Palabra está sembrada a pesar de nuestra maldad, porque nuestra maldad no enfría el corazón de Dios. La hora de prueba puede ser el despertador del alma.
Dios nos está llamando en medio de esta hora oscura del mundo, porque él es el “Padre de las luces”. Es como el Sol donde no hay sombras. Cuando la pena arroja su sombra sobre tu vida, cuando la desazón enturbia tu mirada, cuando las nubes de las preocupaciones cubren la luz del Sol, viene la Palabra a decirte que Dios es el “Padre de las luces”, y que en él “no hay cambio ni sombra de rotación” (vers. 17). ¡Su fidelidad hacia ti no cambia!
Por lo tanto, así como su mano hizo que todo sea bueno, porque él es el origen de toda dádiva y don perfecto, así también todo es bueno cuando dejamos que su mano actúe en nosotros. El Padre de las luces sigue haciendo aún en cada instante, a causa de que nunca cambia, que lo que creemos que es malo sea en realidad bueno (Romanos 8:28). Dios siempre transforma todo en una dádiva buena y perfecta para todo aquel que tenga corazón suficientemente humilde, que tenga un corazón dispuesto a confiar.
¿Pero cómo una pandemia puede convertirse en una bendición?
Esta pandemia nos puso a todos de rodillas. ¡Puso de rodillas a toda la humanidad! Y al ponernos de rodillas, nos da la ocasión para que Dios nos “recree” en él. No olvidemos que el apóstol nos dice que Dios nos engendra en su Palabra (vers. 18), para que se despierte en nosotros la verdadera fe, que consiste en pensar que todo lo que ocurra ocurrirá para nuestro verdadero bien.
Ojalá podamos repetir con el apóstol Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35-39).
“No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas. Tenedlo presente, hermanos míos queridos: Que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira. Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios. Por eso, desechad toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: Se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es” (Santiago 1:16-27; versión de Jerusalén).
* Todas las citas bíblicas fueron tomadas de la Biblia de Jerusalén © Editorial Española Desclée de Brouwer, S. A., 1975.
El autor es el editor de El Centinela.