El filósofo danés Soren Kierkegaard escribió cierta vez que “la vida no es un problema a ser resuelto, sino una realidad a experimentar”. La vida es un camino que se va haciendo al andar. No es un manual de recetas, y menos una ecuación matemática. ¡Vivir es arriesgarse! Es arriesgarse a amar a quien tiene el potencial de destruirnos, de engañarnos o rechazarnos. La vida es riesgo, y quien no se arriesga se pierde a sí mismo: pierde la posibilidad de saber, de experimentar, de fracasar, de ganar, ¡de vivir!
Aquí está la raíz de nuestras angustias: Nada sabemos. Nada podemos. Nada tenemos. Nada es seguro, porque la vida va abriendo su propio camino al andar. No se trata de encontrarse a uno mismo, como si uno fuera un ser acabado, sino de crearse a uno mismo a medida que vive. En esto radica la aventura de la vida: No sabemos qué puede ocurrirnos al siguiente minuto de leer esta línea.
Sin embargo, la fe nos permite avanzar contra todo pronóstico de tormenta y contra toda prueba. Por eso Dios nos dice: “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas” (Josué 1:9).
En las manos de Dios, la vida es una preciosa aventura, por más que nos toque caminar por “valles de sombra y de muerte”. Rodeado de enemigos, el rey David dice: “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria” (Salmo 63:1, 2). Mira el contraste al que te lleva la metáfora: en la tierra seca del mundo, Dios manifiesta su poder, porque Cristo es el Río de la Vida.
El Río de la Vida corre por tu interior, dándote vida y haciéndote participar de su vida. Si tienes miedo o ansiedad, deja que las corrientes de Cristo conviertan la tierra seca de tu corazón en manantiales de vida.
El autor es editor de El Centinela.