Navegamos en un mar de oscuridades. Pero en su Evangelio, Juan nos habla de la luz y del poder lumínico del propio corazón humano que depende de las radiaciones de la misma Luz de la Vida.
¿Pero quién es el que escribe esto? ¿Es Juan el discípulo amado, o el hijo del trueno? La respuesta es obvia, pero conocer algunas aristas del carácter de aquel discípulo de Cristo nos ayuda a entender qué significó para él el poder de esa Luz.
Juan era humano, un ser hecho de luces y sombras. Como cada mortal. Juan y su hermano Santiago eran llamados los “hijos del trueno” por su violenta manera de ser (S. Marcos 3:17). Pero el discípulo amado no era solo violento, sino también ambicioso, con poco sentido común, al grado que le pidió al Maestro sentarse a su diestra en el reino que iba a establecer (S. Marcos 10:35-37). En esa ocasión, Juan se equivocó por partida doble: No entendía nada respecto de la naturaleza del reino de Cristo, y menos aun entendía el uso de la política para quedarse con “la silla” sin que nadie se enterara. Pero este mismo impulso irrefrenable de Juan por el poder mostraba su lado transparente. Judas sí entendía de “política eclesiástica”, y así le fue.
Pero no solo Juan tenía sombras. ¿Qué decir de Pedro? Irascible, impulsivo y en ocasiones bastante hipócrita. En cierta oportunidad, Pablo desenmascaró la duplicidad de aquel discípulo públicamente (ver Gálatas 2:11-13).
Estoy seguro de que, si yo hubiera conocido a estos hombres, me plegaría al coro de millones de personas que a lo largo de la historia han dicho: “Yo no creo en la iglesia, pero sí en Dios”. Las personas que han sido abusadas y lastimadas por la religión suelen decir: “A Dios le creo, pero no a sus representantes”. Muchos ponen en sus líderes religiosos la representación divina, y cuanto mayor es este vínculo entre el líder y Dios en la mente del creyente, mayor es el grado de devastación espiritual cuando aparece la decepción.
La religión tóxica
La fe tóxica tiene este elemento radioactivo: la dependencia espiritual del creyente respecto del líder religioso. Esto lo sabía el mismo Pedro, que había aprendido la lección, y cuando quisieron adorarlo, replicó: “Levántate, pues yo mismo también soy hombre” (Hechos 10:26). Aquí está la raíz de la fe tóxica: creerse lo que uno no es.
Ocultamos nuestras debilidades, inseguridades y deseos de agradar a los demás bajo la alfombra de dar siempre el buen ejemplo, de sonreír cuando no queremos, de ser “perfectos” cuando no lo somos. Esta doble fachada es un abuso espiritual contra uno mismo, y deja heridas difíciles de sanar en la propia alma. La psicología denomina “resonancia cognitiva”1 a esta contradicción entre lo que somos y simulamos ser: pensamos y decimos una cosa, y hacemos otra. Por ejemplo, hablamos de la importancia de la buena alimentación para la salud, y comemos lo que nos hace daño. Los ejemplos son innumerables; las adicciones, la mentira, la hipocresía son máscaras que nos roban la libertad.
Por otra parte, la fe tóxica fuerza nuestra naturaleza humana para que carguemos lo que no podemos sobrellevar. La frustración con uno mismo, porque no somos lo que creemos que debemos ser, se traduce en demandas y acusaciones a los demás. Acusamos a nuestros hermanos de fe porque no están a la altura de nuestro ideal, sin percatarnos de que toda acusación esconde una proyección. Muy a menudo se escucha decir en las iglesias: “Aquí hay pecado e hipocresía”.
Todos somos como la Luna, con un lado oscuro que jamás se muestra a nadie. Pero ahí está latente nuestra oscuridad, bajo el ingenuo resguardo de la mirada ajena. Pensamos que estamos seguros si nadie se entera. Pero hay esperanza: “Solo narrando nuestra oscuridad se ve claramente la vida”, escribió el poeta argentino-mexicano Juan Germán.2 Necesitamos aceptar la propia sombra.
De la exterioridad a la interioridad
¿Dónde se encuentra la Luz?
A lo largo de la historia, distintas religiones han sustentado y ostentado el derecho de posesión de la luz verdadera, han predicado de esa luz y hasta se adueñaron de ella. Pero solo Cristo, quien dio testimonio de sí como la luz verdadera (ver S. Juan 8:12), puede decirnos cómo ser iluminado por esa luz.
Vayamos con la imaginación al desierto de Samaria, esa región central de Israel, y escuchemos qué le dice Jesús a la inquisitoria de la mujer samaritana acerca de la religión verdadera: “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:20-23).
Estas palabras de Cristo son muy fuertes, pues Jerusalén y la montaña de Samaria no son meros lugares de culto; son los centros de las religiones judía y samaritana. A través de la referencia a Jerusalén y la montaña, la mujer se pregunta cuál es la religión verdadera. Y Jesús le responde: ninguna. Pero también le aclara que los judíos tenían mayor luz acerca de Dios que los samaritanos, puesto que recibieron una revelación más completa. Esto les confería un mayor conocimiento de Dios, y también mayor responsabilidad.
Aunque todas las religiones tienden a la adoración de lo Indecible, desde la perspectiva bíblica no todas las religiones tienen el mismo nivel de revelación. Sin embargo, algo queda claro en ese diálogo de Jesús y la mujer samaritana; hay una superioridad esencial de la interioridad por sobre toda forma exterior de religión, del rito que fuere. Hay muchos ejemplos bíblicos que afirman esta verdad (ver S. Mateo 8:5-10; S. Marcos 7:24-30).
Todos aceptamos las otras religiones, aunque en nuestro fuero más interno pensamos que la nuestra es la verdadera. Con esta lógica, Jesús podría haberle dicho a la samaritana: “Puedes adorar a Dios en esta montaña, como has aprendido en tu tradición, pero es mejor que adores en el Templo de Jerusalén, puesto que los judíos son el pueblo elegido y han recibido más luz que los samaritanos”. Pero esto no fue lo que Jesús dijo, sino: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (S. Juan 4:23).
En Espíritu y en verdad
La religión, en su significado más profundo, es la aspiración a la semejanza con Dios. El amor es imitación. La admiración, especialmente cuando se eleva al grado más alto y se convierte en adoración, es imitación. El hombre que yace ante Dios, como un espejo a la luz del sol, recibe en su alma la imagen reflejada de Aquel a quien mira. Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando la gloria, somos transformados en la misma imagen (2 Corintios 3:18). Así que caminar en la luz solo es posible cuando somos atraídos hacia ella, y nuestros débiles pies nos conducen hasta la gloria radiante de la Luz. Imitarlo es contemplarlo; y esto nos convierte en justos (ver 1 Corintios 11:1, Filipenses 3:17).
Por lo tanto, no olvidemos que la doctrina más perfecta, las emociones más devotas, y la moral y voluntad más inquebrantables, no son nada sin la conexión con la Luz. El fin de toda verdadera religión, nuestro credo ortodoxo y nuestras dulces emociones y sentimientos interiores de convicción y comunión están destinados a converger en una vida y un carácter que viva y se mueva y tenga todo su ser bajo la órbita de la luz de Cristo. Creemos en la luz, estaremos en la luz, y las tinieblas no prevalecerán. “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:28).
La Luz y la sangre
Juan relaciona la luz con la sangre. “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). El Antiguo Testamento dice que “la sangre es la vida” (Levítico 17:11, 14). Cuando el apóstol habla aquí de la sangre de Cristo, no está pensando solo en la sangre derramada en la cruz, sino en esa sangre transfundida en nuestras venas gracias a la encarnación, la fuente de nuestra nueva vida.
Hay poder sobre las sombras del alma si tenemos la vida de Jesucristo insuflada en nuestras vidas. La metáfora es muy fuerte. Esa es una imagen de la única manera por la cual podemos liberarnos de la tiranía que nos domina. ¡Es la vida de Cristo como principio animador de nuestras vidas, el espíritu de Jesús emancipándonos del poder del pecado y de la muerte!
Hay dos aspectos de la gran obra de Cristo que se nos presentan bajo esa única metáfora de la sangre: primero, fue derramada por nosotros en la cruz para justificación (ver Efesios 1:7); segundo, es vertida en nuestras venas día tras día para santificación (ver Hebreos 13:11, 12). El perdón es mucho; el poder sobre las sombras es más. El sacrificio en la cruz es la base de todo, pero ese sacrificio no agota lo que Cristo hace por nosotros. Murió por nuestros pecados y vive para santificarnos en su luz.
La luz
Ocurrió en áfrica, en Ifé. . . quizás un día como hoy, o quién sabe cuándo.
Un viejo, ya muy enfermo, reunió a sus tres hijos, y les anunció:
—Mis cosas más queridas serán de quien pueda llenar completamente esta sala.
Y esperó afuera, sentado, mientras caía la noche.
Uno de los hijos trajo toda la paja que pudo reunir, pero la sala quedó llena hasta la mitad.
Otro trajo toda la arena que pudo juntar, pero la mitad de la sala quedó vacía.
El tercer hijo encendió una vela.
Y la sala se llenó —Eduardo Galeano, Antología (Uruguay: Plan Ceibal editores).
El autor es el editor de El Centinela.